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Réquiem por un Alma Maldita - Acto I: Apertura

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Isidora_Luna, 18 de Julio de 2025 a las 8:58 AM. Respuestas: 9 | Visitas: 41

  1. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

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    Prólogo


    La pluma pesaba. No por la edad, ni por el cansancio. Era otra cosa. Una resistencia sorda en la mano, como si el acto mismo de escribir lo contradijera.

    Durante años, escribir había sido un deber claro: registrar, ordenar, preservar. El fuego obedecía al sello. El rito funcionaba porque todos recordaban su función. Pero algo ha cambiado. Ya no arde como antes. Ya no escucha.

    No es que haya perdido la fe. Es peor. El mundo ya no necesita lo que creemos que somos.

    Hoy he vuelto a repasar los textos, uno por uno. Nada en ellos responde. Y sin embargo, siento que sé lo que debo hacer. No por iluminación, sino por memoria. Hubo alguien, al principio, que alzó la llama cuando estaba cerca.

    En un fragmento condenado, lo encontré. Firmado por la llama.
    de su propia voz:



    “Y aquella que ve sin ojos,
    marca en la piel el sello del Juicio.
    Ella no escribe.
    Ella señala.”


    No debería repetirlo. Pero la llama hoy está apagada.

    Y si algo debe volver a arder, no bastará con las fórmulas que yacen guardadas. Hará falta algo más.

    Algo que el fuego no haya olvidado.


    Que venga lo que tenga que venir.
     
    #1
    A dragon_ecu le gusta esto.
  2. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

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    1:1 No todas las cartas esperan ser leídas. Algunas esperan ser encontradas por la persona exacta, en el momento exacto. Y a veces… esperan siglos.



    Noelle Storm —o como todos la conocían, Lady Glitterstorm— no era mujer de entusiasmos inmediatos. Pero en cuanto había visto aquella mesilla de noche, supo que había algo en ella que pedía atención. No porque fuera especialmente llamativa, sino porque tenía esa cualidad esquiva que distingue a los objetos con historia; quizás por los motivos florales, el barniz desgastado, o era ese algo que no lograba describir.


    Pasó la yema de los dedos por el canto de la tapa, concentrada. Conocía bien ese tipo de silencio, ese que guardan las cosas antiguas cuando han sido testigos de algo que nadie ha querido contar. Y ella amaba esa sensación.


    Se dispuso a examinar el cajón superior, pero al intentar abrirlo notó que estaba atascado. Frunció el ceño y lo forzó con cuidado. Al hacerlo, sintió una resistencia distinta, no del mecanismo, sino de algo atrapado en el interior. Introdujo la mano y rozó una tela reseca. Era un lazo.

    Tiró con suavidad, extrayendo un pequeño fajo de cartas, atadas en un deteriorado terciopelo rojo. Sin duda, antiguas.

    Las tomó con cuidado entre sus manos, y por un momento juró que el aire en el taller cambiaba de peso, como si hubiera entrado algo más junto a las cartas.

    El terciopelo casi no era terciopelo ya. Se deshacía con el roce, como si llevara demasiado tiempo esperando ser tocado. El papel, quebradizo, tenía ese tono ámbar que aparece cuando los años se acumulan sin interrupción.

    Lady sostuvo el pequeño fajo entre los dedos y notó cómo la piel le respondía antes que el pensamiento. Era liviano, pero pesaba. Se lo acercó a la nariz, aunque casi no fue necesario: las cartas desprendían ese olor tenue, mezcla de polvo viejo y algo que no sabía nombrar, como si guardaran aliento.

    Desató el lazo con los movimientos seguros de quien ha abierto demasiadas verdades y se preparaba para encontrar, quizás, alguna historia de esas olvidadas por el tiempo.

    Ella misma se sorprendió sosteniendo la primera de las cartas entre los dedos, y les dio voz a las primeras letras ahí escritas:


    “Pagando promesas que nunca debiste pronunciar, mientras tu boca se tuerce en gesto agónico.”


    Estaba tan concentrada que no oyó los pasos de Cornelius, hasta que él habló desde la puerta.

    —¡Lady! ¡No me asustes! ¿Ya estás hablando con los muebles otra vez? Un día de estos, uno te va a contestar. Y yo no pienso exorcizar nada, ¿eh?


    Lady salió por unos instantes de su ensimismamiento y rió por lo bajo, Había olvidado por completo que Cornelius llevaba ya un buen rato en el taller.

    —Cornelius, solo es una carta, de unas cuantas que acabo de encontrar dentro de la mesilla que compré ayer. Parece bastante antigua.

    Cornelius frunció el ceño. Se acercó despacio, dejó su taza de té en la repisa y observó a Lady en silencio. Algo en su voz le había sonado distinto. Conocía bien la diferencia entre la simple curiosidad… y cuando algo se le clavaba a Lady, bajo la piel.

    Entonces, con un hilo de voz casi espectral, murmuró:

    —Pues quien haya escrito eso, está claro que no te tenía mucho cariño.

    Intentó hacer un chiste, uno de esos torpes con los que solía sacudirse el malestar. Pero lo suyo, sin duda, no era el humor.

    Lady solo sonrió y suspiró con diversión contenida, sin responder.
    En cambio, continuó leyendo, dramatizando cada frase con exagerada solemnidad, solo para devolverle la broma a Cornelius:


    “Tu hora; sí, tu hora. En la cual lates lento, brillando como una estrella. Pero una estrella en su ciclo final, cuando se devora a sí misma, sintiendo cómo su luz se apaga”


    Cornelius tragó saliva. Cruzó los brazos con gesto automático, como si el cuerpo intentara protegerse de algo invisible.

    —No me gusta cómo suena. Tiene algo... que jode por dentro —admitió, sin mirar directamente la carta.


    Lady levantó los ojos del papel que tenía en las manos y lo miró con una expresión inusual en ella. Solo una quietud inquietante.


    —A lo mejor… no está hecha para gustar —murmuró, con un dejo de picardía.

    Cornelius se frotó los brazos como si tuviera frío, aunque el taller no estaba particularmente helado.

    —¿De verdad vas a leerlas todas?


    Lady volvió a bajar la mirada al papel.

    —¿Tú dejarías un enigma a medio abrir?

    Él bufó, resignado.

    —Yo dejaría el enigma, lo envolvería en tela bendita y lo tiraría al mar.

    Ella sonrió, pero fue una sonrisa breve.


    Cornelius retomó su taza, ahora olvidada y fría. Dio un sorbo, como si el té pudiera devolverle algo de control.

    Lady, en cambio, no se había movido.

    —Tengo una idea… quizás sería mejor que llamáramos al experto en rimas oscuras y decadentes. A ver qué opina.

    Cornelius resopló y cruzó los brazos.
    —¿Baudelaire? Entonces necesitaremos unas cuantas botellas de absenta. Ese vividor no funciona sin ellas.


    Lady sonrió.
    —El nombre le queda, ¿verdad?


    Veinte minutos después, François Baudelle —alias Baudelaire— levantaba una ceja al llegar, saludando con una inclinación ceremoniosa, como si ese apodo fuese un título nobiliario que se había ganado a pulso. Le encantaba. Jamás lo había negado.


    Lady volvió a mirar la carta entre sus manos. Tocó el papel. Ya había notado que no tenía firma alguna. Así que, por ahora, el autor era el principal misterio.
    Las siguientes líneas no mejoraron la impresión: había algo profundamente desgarrador en lo escrito


    ¿Cuán grande fue el amor? No, no fue amor, sino locura disfrazada de gloria. El vacío entre los dedos, La mentira en tu pecho, Como esa falsa esperanza que se ahoga en sus propias olas”


    Cornelius respiró hondo y se masajeó las sienes.

    —No sé qué demonios es eso, pero ese escrito no parece una simple carta de amor. Es jodidamente potente. Y lo digo yo, que de literatura no sé mucho.


    “¿Cuán grande fue el final? Tan grande como el eco de lo perdido, Como la sombra que no sabe huir, Como el grito silenciado en el instante de su muerte. Y aún te buscas, Pero ya no hay tiempo para hallar lo perdido”


    Lady cerró los ojos un momento, como si intentara contener el peso que se abatía sobre ella. La carta, con su tono desolado, se le metía bajo la piel. Sentía una presión en el pecho, como si algo estuviera a punto de romperse.


    Al abrir los ojos, miró a Cornelius y, con un leve temblor en la voz, murmuró:

    —Esto no es un simple poema. Está escrito para alguien… y ahora mismo, siento cada palabra en la carne y no me agrada la sensación.

    Apenas terminó de hablar, un escalofrío le recorrió la espalda.


    El Poeta, deslizaba los dedos por el viejo papel, como si el tacto pudiera revelar lo que la vista no alcanzaba a entender. Había algo en esas líneas que lo inquietaba. No era solo el dramatismo ni la desesperación: era la belleza de una prosa tan decadente que le resultaba fascinante… y eso lo perturbaba. Porque no la había escrito él.

    Entonces leyó, con voz apenas contenida:

    —“Solo queda la marca en la piel, el olvido y la promesa rota.”


    Dejó la carta sobre la mesa y exhaló profundamente.

    —Es… extraño. No es solo poesía de desesperación. Hay algo rígido en esto, algo que no encaja del todo.

    Lady, asintió levantando la vista, clavando la mirada en Baudelaire.
    —¿Qué es lo que no encaja? La pregunta sonó apresurada.

    Baudelaire vaciló un momento antes de responder:
    —Lo que dice. La estructura, la forma. Parece una sentencia, como si el autor ya hubiera decidido el final.


    Cornelius inclinó la cabeza, claramente desconcertado.

    —¿Una acusación? ¿Contra quién? ¿Siempre ves juicios en cada verso? o ¿Esta vez tienes pruebas…?

    Baudelaire levantó las manos.
    —No lo sé, mi querido amigo. Pero esto no es ni una carta de amor ni una elegía. Es un veredicto.

    Lady entrecerró los ojos y se inclinó hacia adelante.
    —Pásame la carta, déjame ver algo…


    François sonrió con picardía, pero no se la pasó; solo jugueteó con el papel mientras los miraba con una diversión contenida.

    —¿Por qué tengo la sensación de que te interesa más el misterio que la poesía?

    Lady le devolvió la sonrisa.
    —Una cosa no excluye a la otra.


    Cornelius frunció el ceño, volviendo a mirar la carta.

    —Espera… ¿dice "se devora a sí misma"?

    Lady alzó la vista.
    —Eso dice, pero ¿Por qué lo dices así?


    Cornelius se quedó callado un instante. Luego giró hacia Baudelaire.

    —¿Desde cuándo sabemos que las estrellas pueden colapsar así?

    Baudelaire frunció el ceño, sus dedos presionando el papel con más fuerza.
    —Supongo que la idea de que una estrella se apague es bastante antigua…

    —No —lo interrumpió Cornelius—. No dice apagarse. Dice "devorarse a sí misma". Eso suena a colapso estelar… algo que no se teorizó hasta el siglo XX.

    Lady tamborileó los dedos sobre la mesa. Todo en esas cartas parecía del siglo XIX: la caligrafía, la textura del papel, la tinta… pero esa línea estaba fuera de lugar.

    Intercambió una mirada con Cornelius.

    —Necesitamos leer otra. Ahora.

    Baudelaire no dudó. Tomó la segunda carta y la desplegó.
     
    #2
  3. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

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    1:2 “Mientras el papel se abría lentamente, los tres compartieron una misma certeza muda: algo —en ellos o en el mundo— acababa de cambiar.”

    El crujido rompió el silencio de la habitación. Por un instante, Baudelaire juró que el aire se volvía más denso al desplegar la carta. Había algo diferente esta vez. Lo sintió en la textura bajo sus dedos.
    —La caligrafía es distinta… más agresiva —decretó, tras unos segundos enmudecido.

    Lady y Cornelius aguardaban en silencio, observándolo con expectación. Los minutos parecían alargarse. Cornelius consultó su reloj, luego a Baudelaire, y no pudo evitar bostezar. Lady, en cambio, mantenía la vista fija en la carta: era, sin duda, del mismo tipo de papel que la anterior.

    Baudelaire se aclaró la garganta y, con la voz cargada de intención, comenzó a leer. Como buen Poeta, sabía insuflar vida a las palabras que se le confiaban.

    “te encontré en la más absoluta miseria ¡Y aun así te acogí! A ti, a tu descendencia, abrí mis puertas sin dudarlo. ¡Di mi sangre por ti! ¡Pagué con parte de mi vida por ser tu escudo!”


    Cornelius alzó ambas cejas y dejó caer la cucharilla en el plato —por supuesto—, cruzándose de brazos con aire teatral. —Ufffff, eso sin duda suena muy personal.

    François asintió, recorriendo la página con la mirada. —No es una simple queja… esto es rabia contenida —dijo casi musitando, como un actor que está preparando su voz para la siguiente escena.

    Lady frunció el ceño. —¿Pero de qué trata esto? —su cabeza aún intentaba entender la carta anterior y en esta buscaba respuestas, ¡no nuevas preguntas!

    Cornelius la miro con cara de tener mil preguntas más que ella.
    —si tu no lo sabes, imagínate yo.

    François estaba absorto en la carta, ignorando totalmente las preguntas que, hacia su improvisado público, en esta no me menos, improvisada obra teatral decadente.


    Cuando el silencio volvió, continuó leyendo con todo su arte, con su voz descendiendo y subiendo en intensidad con cada palabra:

    “Mientras escuchaba tus lamentos, te di un nuevo hogar. ¡No Me Arrepiento!, Pero tu segundo nombre era envidia, ¡y en tu mirada comenzó a florecer como un veneno silencioso! Primero fue mi pan, luego mi comida, y, por supuesto, añoraste también todas mis rosas.”

    Lady y Cornelius intercambiaron una mirada. Cornelius dijo rápidamente: —Eso es una traición.
    Baudelaire tamborileó los dedos sobre la carta. —La primera carta acusaba. Esta dicta sentencia.

    Lady se cruzó de brazos. —¿Sentencia?

    Cornelius, impactado, sabiendo que llevaba razón, agregó: —Aquí hay una traición clara. El escritor se sacrificó por alguien que, consumido por la envidia, se volvió en su contra. ¡Cómo es la gente!, y en todas las épocas. Siempre es lo mismo.

    Baudelaire deslizó los dedos sobre las líneas y continuó leyendo:

    “No te bastó con tener en tus manos lo que antes te faltaba; también quisiste aquello que hacía hermoso mi jardín.”


    El ambiente se tensó. Lady mantenía el silencio, buscando en los versos ver algo que aún no estaba ahí.

    Cornelius chasqueó los dedos. —Y yo lo veo muy claro. Al principio, el destinatario era alguien necesitado. Luego, alguien que se hizo fuerte gracias al escritor, y que le robo todo.

    ¡Malditos traidores! Por eso es mejor no confiar en nadie. ¡La gente es muy malagradecida! Y ya veis, esto no es nuevo de ahora. ¡A saber de cuándo son esas cartas! Pero muestran claramente que eso ha sucedido siempre.


    Lady y Baudelaire lo miraron en silencio.
    No hicieron falta palabras.
    Solo el leve suspiro de Lady y el ceño ligeramente fruncido de Baudelaire, que parecía debatirse entre responder... o pedirle, con toda la cortesía posible, que se callara de una vez.


    Cornelius no lo notó. O sí…

    Baudelaire tomó aire con el dramatismo de un actor en pleno escenario, como si inhalara el espíritu mismo del poema. Luego, con nueva fuerza, proclamó:


    “¡Y te observé, miserable!
    Pero ya no estabas sucio. Ahora eras fuerte, alimentado por mi mesa,
    así que decidiste comenzar a actuar como un necio caprichoso.”



    Baudelaire dejó la carta sobre la mesa y se pasó una mano por el rostro. —El tono… —susurró, más para sí mismo—. Hay algo en la estructura de estas frases… Me recuerda a los poetas malditos, pero no a Baudelaire. Más bien a Verlaine en sus cartas de odio, o incluso a Villon. Hay una cadencia en la acusación, como si fuera un juicio poético. No es una simple diatriba… es un ajuste de cuentas en versos.

    Lady lo miró fijamente, intrigada y sin duda no muy convencida.

    —Entonces… ¿crees que el autor tenía formación literaria?

    El Poeta asintió lentamente. —Sin duda. Aquí hay algo más que un simple desahogo. Esto es cálculo. Rabia medida. El tipo de palabras que alguien selecciona cuando quiere que su condena trascienda más allá del tiempo. No solo está escribiendo para su destinatario. Está escribiendo para que alguien más lo lea después… para que alguien lo recuerde.

    —¡Eso es lo más inquietante que has dicho hasta ahora!
    ¿Para qué lo recuerden? ¿Al escritor? ¿A la traición? ¿O al traidor? —Cornelius no pudo evitar soltar demasiadas preguntas a la vez, todas demasiado rápidas, todas demasiado afiladas.

    El Poeta salió un poco de su ensimismamiento. No tenía respuesta, así que simplemente lo miró.
    —¿Tienes miedo? La poesía maldita es así. Y esto que leo —dijo, alzando la carta— es demasiado bueno para ser solo un reproche.

    Es un hechizo.

    Sostuvo la tercera carta entre sus dedos, su expresión ensombrecida por la duda. Había sentido el peso emocional del autor en las dos primeras, Sin decir más, deslizó el papel fuera del sobre y comenzó a leer en voz alta:
     
    #3
  4. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

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    1:3 ¡Armadura brillante! Sonrisa fugaz… Ojos sinceros. Alma rota.

    Por un momento, quedó desconcertado. Lady inclinó la cabeza, sintiendo el peso de esas palabras.

    —Es un contraste brutal —murmuró—. Belleza exterior, pero destrucción interna.

    François asintió, lanzando una mirada a Cornelius, quien permanecía en silencio, con los brazos cruzados. Luego, continuó:

    Llámalo por su nombre, si es que te atreves, amigo mío: cobardía.
    Llámalo como es: falta de hombría.
    Y no te engañes, pues ni el disfraz más noble podrá cubrir semejante bajeza.



    Cornelius frunció el ceño y se removió inquieto en su silla, como si aquellas palabras le provocaran incomodidad. Se apresuró a interrumpir a Baudelaire, que leía con demasiado deleite.

    —¡Eso es una acusación sin filtro! —dijo bruscamente—. ¡Muy fuerte! ¿Pero quién demonios ha escrito esto?

    Miró al Poeta, esperando que respondiera, pero el otro solo sonrió con esa expresión de quien sabe más de lo que dice. Sin inmutarse, continuó:

    No fue que rehusaras complicarte la vida.
    No fue que ignoraras lo que debía hacerse.
    Parecías justo.
    Parecías amigo.
    Parecías sincero.



    Lady Glitterstorm soltó un leve suspiro, sintiendo el filo de cada frase, cada palabra como un golpe.
    —Es peor cuando alguien no es abiertamente un enemigo, sino que parece alguien en quien puedes confiar —dijo, apoyando los codos sobre la mesa y frotándose las sienes—. Esto… es muy personal.

    Baudelaire levantó una ceja y susurró con un tono casi reverencial:
    —Oro puro.

    Entusiasmado prosiguió la lectura:

    Eso fue, tal vez, lo que más hirió.
    Tardé en comprender mi yerro,
    que aquello que reluce con fervor,
    no siempre es oro… sino veneno
    .


    El silencio volvió a apoderarse de la habitación. Cornelius clavó la mirada en la carta, como si las palabras hubieran cobrado peso más allá del papel.

    —Este escritor…—dijo finalmente— no está relatando una simple traición. Está describiendo el instante exacto en que comprendió que había sido traicionado. Ese momento de revelación… es casi peor que la traición en sí.

    Baudelaire asintió lentamente y apoyó un dedo sobre el papel.

    —Es la estructura lo que lo hace tan potente. Fijaos en la cadencia… es casi una letanía. La repetición de palabras, la acumulación de imágenes: “Parecías justo. Parecías amigo, Parecías sincero”. Esa triple afirmación es un golpe seco antes de la caída. Y el cierre, “que aquello que reluce con fervor, no siempre es oro… sino veneno...” es una sentencia. Como un martillazo en un juicio.


    Lady entrecerró los ojos.
    —Entonces esto reafirma la formación literaria de quien escribió esto.

    —Sin duda —murmuró Baudelaire—. Esto no es una simple catarsis emocional. Es una ejecución calculada.

    Cornelius tragó saliva.
    —O sea, que además de traicionado, el desgraciado sabía escribir bien. ¡Genial!

    Baudelaire le lanzó una mirada divertida a Cornelius, antes de continuar:

    Ahora, quizás sonrío… o quizás no.
    Me di cuenta tarde, sí.


    Lady murmuró:
    —Ese quizás… es como si ya no le importara. Como si la herida ya no doliera, pero hubiera dejado una cicatriz.

    Baudelaire tomó aire, les hizo un gesto con la mano y retomo la lectura:

    Palabras que parecían sinceras,
    pero no eran más que serpientes errantes,
    deslizándose entre el silencio,
    ganando tiempo para…
    ¿Para qué?



    Cornelius se irguió bruscamente.
    —¡Eso es lo peor de todo! —exclamó, gesticulando con las manos—. ¡No es solo que lo traicionaron! ¡Es que le mintieron con paciencia! Con estrategia. Con planificación previa. No fue un desliz, ni una mala decisión… ¡fue intencional!

    Lady tamborileó los dedos sobre la mesa, su mente procesando lo que acababan de escuchar. Pero no hubo suficiente pausa para hablar, porque Baudelaire continuó, su voz ahora ronca:
    Para no ensuciarte las manos.
    Para no decidir.
    Para no arriesgarte.



    El eco de esas palabras pareció rebotar en las paredes. Un escalofrío recorrió a Lady.
    —Es un reproche devastador —murmuró—. Le Ha llamado cobarde de una forma exquisitamente cruel.

    El Poeta terminó la carta con una voz grave y deliberada:

    El valor mora en el pecho del justo.
    El valor no se improvisa.
    Ni se compra,
    ni se vende,
    ni se aprende en libros.
    Mora en quienes se yerguen por los suyos,
    como un día fueron defendidos.


    ¿Y eso?
    Eso tiene un nombre más alto:
    lealtad.


    Y en esta historia...
    no la hubo.



    Baudelaire dejó caer la carta sobre la mesa.

    Nadie habló.

    Lady tenía una expresión seria, con las manos entrelazadas frente a ella.

    Cornelius, con la mirada baja, presionaba los labios con fuerza.

    Las palabras de la carta flotaban en el aire como el humo de una vela recién apagada.


    —Al principio pensé que era un poema de despecho —murmuró Lady Glitterstorm.

    —No… —susurró Baudelaire—. Es algo mucho más profundo. Es una despedida sin retorno.

    El silencio se extendió, cada uno absorbido en sus pensamientos, mientras traían a la mesa algo para comer.

    Las velas titilaban con un parpadeo incierto, proyectando sombras alargadas sobre las paredes. La mesa, rodeada de platos a medio terminar y copas de vino apenas tocadas, parecía más un altar de confesiones que un lugar para cenar.

    El sonido de los cubiertos chocando contra la porcelana rompía el silencio, aunque ninguno de los tres estaba realmente comiendo.

    Cornelius dejó escapar un profundo suspiro, empujando su plato con desinterés.
    —Es demasiado… —murmuró, revolviendo el contenido sin mirarlo realmente—. A veces siento que me están hablando a mí.


    Baudelaire, lo miro, pero en vez de responder, se sirvió un poco más de vino y lo observó pensativo. Finalmente dijo con voz de experto.
    —La progresión del lenguaje es fascinante. Las cartas no solo cuentan una historia… son un juicio.

    Lady, alejada de la conversación, seguía observando la mesita de noche con los labios fruncidos. Había algo que no encajaba. Algo que se le escapaba.

    —No tiene sentido que esas cartas estuvieran allí —murmuró, más para sí misma que para los otros—. En el cajón, casi a la vista de todos… Y que nadie las tomara en todo este tiempo.

    Sus dedos tamborilearon sobre la mesa antes de clavar la mirada en Baudelaire.
    —Si son tan buenas como dices, mi querido Baudelaire, ¿por qué no han visto la luz?

    Baudelaire alzó una ceja, pero no respondió.
    Cornelius, incapaz de contener el nudo en su garganta, agitó la mano con un gesto brusco, el seguía hablando para sí mismo, sin prestar mayor atención a lo que sus compañeros decían.

    —¡Eso es lo que más me inquieta! —exclamó de pronto—. El tono, la rabia, el absoluto desprecio de la última carta… ¡Me puso la piel de gallina! —Su voz sonó casi frenética—. ¡Estuve a punto de disculparme y prometer que no lo volvería a hacer!

    Baudelaire lo observó con interés, ladeando la cabeza como si acabara de descubrir algo.
    —Cornelius, ¿acaso… te sientes identificado?

    —¡No! —respondió de inmediato, aunque demasiado rápido para ser convincente.

    Lady entrecerró los ojos y se inclinó sobre la mesa.
    —Cornelius, ¿Qué te pasa? Desde la segunda carta luces… alterado.

    Cornelius resopló y apretó los labios, cruzándose de brazos como si quisiera contener algo.
    —No lo sé —masculló—. Es solo… el peso de las palabras. El tipo de reproche… —Se removió incómodo—. He oído cosas así antes.

    Baudelaire no lo soltó con la mirada, pero en lugar de presionarlo, decidió cambiar de tema.
    —Dime, Lady, ¿Qué has encontrado?

    Lady tomó aire y deslizó las yemas de los dedos sobre la madera de la mesa.
    —Un segundo anacronismo.

    Baudelaire parpadeó.
    —¿Otro? y se quedó por un segundo intentando repasar mentalmente lo que había leído.

    Lady asintió lentamente.
    —primero, La estrella devorándose a sí misma… y ahora esto.

    Su voz descendió a un murmullo, como si estuviera pronunciando una maldición.
    —El concepto de "hombría" usado de esa manera. No encaja con la época que el papel en el que están escritos estos textos, nos indica.

    Baudelaire, que hasta ese momento se había mantenido en silencio, dejó su copa sobre la mesa y tomó la carta de nuevo. Releyó la línea con el ceño fruncido, su dedo índice siguiendo la caligrafía con una lentitud casi reverencial.

    Cornelius tragó saliva, pero fue Lady quien rompió el silencio.
    —Baudelaire… dime que me equivoco.

    Él no respondió enseguida. Giró la carta hacia la luz, observando la tinta, la presión de la pluma sobre el papel, la curvatura de las letras. Finalmente, exhaló con pesadez.

    —No, Lady… no te equivocas.


    Cornelius sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
    —No… no puede ser —balbuceó—.

    Lady y Baudelaire lo miraron con expectativa.

    Cornelius tragó saliva.
    —¿Y si la persona que las escribió… aún está viva?

    Lady cerró el fajo con un lazo tembloroso y miró fijamente a Cornelius. Su voz salió pausada, con una intensidad medida:
    —Entonces alguien está esperando que lleguemos al final… ¡Buh!

    Cornelius dio un brinco en la silla.

    Lady se echó a reír.

    Baudelaire rió por lo bajo....


    Intentaron seguir como si nada. Comer, hablar, llenar los huecos con ruido. Pero todos se daban cuenta que había algo distinto en la habitación.
    No era solo el silencio, ni la intensidad de las palabras leídas. Era el modo en que el aire parecía más denso, como si hubiera algo más respirando con ellos. Como si, al abrir aquellas cartas, no solo hubieran descubierto un secreto.
    Sino despertado algo.
    El Poeta, se puso de pie con tanta brusquedad que la silla se tambaleó y casi cae hacia atrás. No podía esperar más. Algo en esas cartas lo inquietaba, le carcomía la paciencia.


    La manera en que avanzaban, la cadencia con la que las palabras se volvían sentencia… había algo en la estructura que le gritaba que lo peor aún estaba por llegar. Olvidó incluso su vaso de absenta. Con dedos ansiosos, tomó la cuarta carta y la abrió de forma precipitada, ya sin mimo, con la desesperación de un alma que necesitaba respuestas. Su mandíbula estaba tensa, pero sus manos se mantuvieron firmes al desplegar el papel.
     
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    1:4: El silencio en la habitación se rompió con su voz:
    "¡Familia! Cada vez que esa palabra salía de tus labios, yo solo podía sonreír y mirar hacia otro lado. Ya sabía, y sabía bien, lo que significaba para ti la Familia."



    Cornelius se removió en su asiento, como si la madera de la silla se hubiese vuelto más dura de repente. Una punzada de incomodidad subió por su columna y se instaló en la base de su cuello. Intentó cruzarse de brazos, pero los descruzó de inmediato. Algo en esas palabras lo hacía sentir señalado, aunque no entendía exactamente por qué.


    François continuó leyendo de forma teatral, como tanto disfrutaba:

    “¡Dame!” “¡Necesito!” “¡Quiero!” “¡Debes darme todo lo que pido!” O no sois una digna familia.


    —Eso es ridículo —murmuró Cornelius, dejando escapar una risa nerviosa—. Quiero decir, pedir cosas no es un crimen... ¿no? Digo… depende de cómo se mire.

    François apenas levantó la vista de la carta.

    —No es solo pedir. Es una orden disfrazada. Mira cómo lo dice: "Dame. Necesito. Quiero". Cada palabra se vuelve más exigente que la anterior. No es una súplica, es una letanía. Una plegaria de avidez. No un ruego… sino un mandamiento.


    Lady rozó el borde del papel con las yemas de los dedos.

    —Y la forma en que lo expresa… es una burla. No está simplemente recordando las palabras del destinatario, se las escupe de vuelta, se las recuerda con crueldad, como un espejo deformante. No solo las repite… se las arroja como cuchillas afiladas. Y con fuerza, como si fuesen veneno destilado gota a gota.


    Baudelaire la miró, sorprendido.
    —Ni yo lo habría expresado mejor.

    Después volvió la vista a la carta que sostenía entre los dedos, reanudando su espectáculo con un deleite casi perverso. Su tono se volvió aún más teatral, saboreando la visible incomodidad de Cornelius.

    “Confieso que, en un principio, hallé en tus maneras algo casi risible, como si tu confusión no naciera de la malicia, sino de la ignorancia del alma. Parecías ingenuo. Y créeme que no empleo esa palabra a la ligera”.

    Cornelius tamborileó con los dedos sobre la mesa, su ritmo errático delataba la incomodidad que trataba de disimular. Sus ojos vagaron por la habitación, evitando encontrarse con Baudelaire. Sentía el peso de su mirada sobre él, inquisitiva, entretenida… como un depredador que ha detectado un atisbo de debilidad en su presa.


    Baudelaire sonrió apenas y continuó con voz grave:

    “Pero el alma del hombre es más oscura que su armadura, más sombría que su sonrisa, más fría que su fingido calor.”



    Lady entrecerró los ojos.
    —Es casi una sentencia de muerte. No hay redención en esas palabras.

    Baudelaire asintió lentamente, como un anticuario que acaba de descubrir un manuscrito prohibido, uno que no debería existir, pero que, precisamente por eso, es imposible de ignorar.

    —Cada verso está cargado de resentimiento. Pero no es solo ira, es decepción. Es como si, en algún momento, el escritor hubiese creído en esa persona.

    Cornelius suspiró pesadamente.
    —Y luego, la realidad le golpeó en la cara.

    El Poeta tomó aire y proclamó teatralmente:

    “¡Familia! ¡Familia!”
    Hoy me río, pues esa palabra huía de tus labios cada vez que los vientos no te eran propicios. En tus arrebatos, maldecías hasta las piedras que yacían, dóciles, bajo tus pies.
    Ya no había familia. Solo ira, solo desprecio… y ese deseo tuyo, feroz, de volcar tu furia sobre todos aquellos que una vez te tendieron la mano.”



    Cornelius dejó caer su vaso con un golpe sordo contra la mesa. No pretendía hacerlo con tanta fuerza, pero su mano se había crispado sin darse cuenta. El líquido dentro tembló, igual que sus pensamientos.

    —¡Esto es… demasiado! Esa última línea… “ese deseo tuyo, feroz, de volcar tu furia sobre todos aquellos que una vez te tendieron la mano”. ¿Puedes imaginar lo que alguien tiene que sentir para escribir algo así? —Su voz salió más rápido de lo que pretendía. Estaba claramente conmocionado.

    Baudelaire asintió lentamente, con la devoción de un sacerdote ante una revelación divina. Sus ojos resplandecían con una mezcla peligrosa de admiración y deleite, como si estuviera sosteniendo un fragmento de verdad prohibida entre sus manos.

    —¡Exactamente! En las cartas anteriores, el autor todavía intentaba razonar, incluso juzgar con cierta mesura. Pero aquí... aquí, ya no hay juicio. Ya no hay discurso moral. Solo el deseo de hacer sentir al otro lo que él sintió. Es pura catarsis.


    Lady escuchaba en silencio.
    —Pero hay algo más… —su voz se volvió más seria—. Es un final tan definitivo que casi parece la última pieza de todo.

    Cornelius frunció el ceño.
    —¿Qué quieres decir?

    Lady tamborileó sobre la mesa.
    —No lo sé… Hay algo en esto. Es demasiado terminante. Demasiado definitivo… Como si estuviéramos leyendo el final sin darnos cuenta. ¿Y si esta carta no es la cuarta? ¿Y si en realidad estamos leyendo el final sin saberlo?

    El ambiente se tensó.

    Baudelaire volvió a levantar la carta, su mirada recorriéndola con una intensidad casi obsesiva.
    —El tono… es cierto. Esto no es una confrontación. Es un cierre.

    Cornelius sintió otro escalofrío. Miró las cartas sin abrir y tragó saliva.
    —Bueno… todavía quedan más cartas. Supongo que lo averiguaremos pronto.
    Y en un repentino acto de valentía, declaró:
    —Esta vez… la leo yo.

    Extendió la mano para agarrar el siguiente sobre…

    El Poeta lo miró con la boca ligeramente abierta, aun sosteniendo la carta anterior entre sus dedos, mientras la apretaba con suavidad, como si no quisiera soltarla del todo.

    —¿Cornelius, tú leyendo? —murmuró finalmente, con una sonrisa ladeada y un tono que intentó sonar divertido, aunque su mirada seguía clavada en la carta anterior.

    Cornelius tomó la carta con más determinación de la que realmente sentía. Sus dedos se aferraban al papel con una presión innecesaria, como si temiera que este se deshiciera entre sus manos. La textura le resultaba inquietante: rugosa, porosa, casi como si cada fibra ocultara algo.

    Justo cuando empezaba a desplegarla, Lady alzó una mano, deteniéndolo con un gesto firme.
    —Un momento —dijo con el ceño fruncido—. Antes de seguir… quiero intentar llamar a Peter de Lancre.

    Cornelius la miró, confundido.
    —¿a Peter?
    —Si, fue el quien tenía la mesilla —aclaró Lady, sacando su móvil del bolsillo de la bata—. Me resulta extraño que no se diera cuenta de las cartas. Estaban en el primer cajón. No hacía falta excavar en busca de un compartimento secreto…

    François ladeó la cabeza, divertido.
    —¿Estás insinuando que Peter sabía algo y no lo dijo? —murmuró—. Qué delicia de sospecha, Lady… pero dudo que ese caballero con corbata de tweed y voz de barítono se dedique al ocultismo de sobremesa.

    —No estoy insinuando nada —replicó Lady—. Pero me extraña. Peter es un hombre cuidadoso. Esta mesilla no llevaba etiqueta, ni descripción detallada… solo me dijo que era “curiosa”, y nos la ofreció a muy buen precio.

    —Demasiado buen precio —apuntó Cornelius—. Tú saliste con la mesilla, yo con aquel cuadro, y salimos de allí como si hubiéramos ganado la lotería.

    Lady asintió mientras marcaba en el teléfono. Se alejó unos pasos, esperando que la llamada conectara. Pero tras unos tonos, la voz metálica del buzón respondió. Colgó sin dejar mensaje.
    —No contesta —dijo en voz baja.
    —Tal vez está ocupado —sugirió Cornelius, aunque la frase le sonó hueca incluso a él.

    Baudelaire, que había estado girando su copa entre los dedos, habló sin levantar la mirada.
    —O tal vez no está en condiciones de contestar —murmuró, y entonces alzó los ojos con una sonrisa torcida—. Solo lanzo hipótesis, claro está.

    —No dramatices —dijo Lady con suavidad, pero no pudo evitar que un ligero escalofrío le subiera por la espalda.

    Cornelius retomó la carta y se sentó más erguido, como si el aire en la habitación hubiese adquirido peso.
    —Sea como sea —dijo con voz algo más firme—, creo que no tiene sentido postergar esto más.

    Baudelaire sonrió.
    —Adelante, capitán.
     
    #5
  6. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

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    1:5: Cornelius desdobló el papel con un respeto que intentó disimular. La textura seguía incomodándolo: áspera, cargada, como si cada fibra contuviera una advertencia. Inspiró hondo y empezó a leer.

    Auld Lang Syne, qué hermosa canción.
    Y mis últimas palabras para ti:
    ¿Deberíamos olvidar a los viejos amigos?


    La pregunta flotaba en el aire, y en mi cabeza retumbaba el sí. En mi mente, te miré a los ojos, Hermana.
    Y sé que lo sabías. Aunque preferías fingir.
    ¡Fingir!
    Mira qué bien aprendiste a hacerlo.
    Veo que tuviste grandes maestros.
    Hermana.
    Mi dulce y querida Hermana.


    Así que te regalé una canción aquel fin de año, con la copa alzada, con la sonrisa intacta, con el eco de una despedida que, por tus palabras nerviosas, supongo que ya temías.

    Y no me mires así. Y no me digas que te viste obligada. Y no me digas que no lo sabías…
    Cuando te enviaron a asestarme cuatro puñaladas.


    Y, aun así, ese fin de año, te dediqué una canción.
    Mientras fingías ignorancia, mientras fingías no saber, mientras jugabas a la mujer ingenua.
    Pero Hermana, eso conmigo no funciona.


    Bebí el vino dulce del adiós, Hermana. Con lágrimas que caían al danzar al ritmo de tan bella canción.
    ¡Auld Lang Syne! Y entonces supe la respuesta.


    Sí. Debemos olvidar a los viejos amigos. Y nunca más recordarlos.
    Sí. Un brindis vacío por ti, Hermana.
    Un himno a lo que nunca fuiste.



    El aire se volvió espeso, casi palpable, como si la tinta de aquella carta se hubiera evaporado y cubriera las paredes. Hasta la madera crujió, con un sonido seco y frágil, rompiendo el silencio como un vidrio estallando en cámara lenta.

    Baudelaire entrecerró los ojos, saboreando la composición como un vino oscuro. Sus labios se curvaron apenas, fascinado por la crudeza del texto.

    Lady se tensó en su silla. Cada palabra parecía clavarse en su piel. No parpadeaba, absorbiéndolo todo, quizá comprendiendo incluso más de lo que el papel decía. Y la sensación, sin duda, no era agradable.
    Cornelius, en cambio, se quebró.
    Con la garganta cerrada, comenzó a respirar con dificultad, mientras aquel trozo de papel temblaba entre sus manos como si ardiera. Sintió una punzada aguda en el pecho, una quemadura emocional que lo dejó sin aliento. Un jadeo ahogado y torpe se le escapó. Su visión se nublaba por momentos.

    Lady se levantó con una lentitud medida, como si temiera romper algo con solo moverse. O romperse. Mantuvo la vista fija en un punto inexistente. Finalmente, apretó los labios, susurró algo ininteligible… y salió de la habitación sin mirar atrás.

    Cornelius dejó caer la carta sobre la mesa. El peso que sentía era real. Demasiado grande.
    Sus hombros subían y bajaban con una respiración desigual. No podía hablar. No podía siquiera articular una sola maldita palabra.

    El Poeta se apresuró a tomar la carta y recorrió la caligrafía como si estuviera leyendo un conjuro prohibido.
    Sus dedos temblaban sobre el papel, no de miedo, sino de un placer oscuro.
    Se inclinó más, aspirando como si las palabras tuvieran aroma.
    Un estremecimiento le recorrió la espalda. La tinta ya seca parecía aún latir.

    Exhaló un suspiro y, con voz baja, casi reverente, murmuró:
    —Esto… no es solo un poema. Es una deliciosa condena.

    Alzó su copa lentamente, como si el gesto formara parte de un antiguo ritual, y repitió las últimas líneas con un deleite casi ceremonial:
    —“Un brindis vacío para ti, Hermana. Un himno a lo que nunca fuiste”.

    Luego bajó la mirada hacia el papel, y sonrió. Una sonrisa leve, torcida, impura. Como si acabara de oír una confesión inconfesable.
    —He leído a los muertos… pero esta carta me ha besado el alma.
    Con veneno.

    Hizo girar la absenta en la copa una última vez y murmuró, más para sí que para los demás:
    —Quien escribió esto no quería ser recordado... Quería ser temido…Y lo logró.

    Cornelius solo lloraba, incapaz de pronunciar una sola palabra.


    El sonido apagado de sus propios pasos sobre la alfombra fue lo único que acompañó a Lady cuando volvió a la habitación.

    Cornelius no se había movido. Permanecía sentado con la cabeza gacha, los codos sobre las rodillas y una mano cubriéndose los ojos. Su otra mano descansaba abierta sobre la mesa, inmóvil. Las lágrimas ya no caían, pero el rastro estaba seco sobre su mejilla.

    Baudelaire, en cambio, estaba erguido. Demasiado. Sostenía la carta como si fuera un manuscrito sagrado, y en su rostro brillaba una exaltación apenas contenida. Parecía ausente, encantado, repitiendo en voz baja alguna de las líneas, como si las palabras tuvieran sabor y estuviera paladeándolas.

    Lady los observó unos segundos sin decir nada.

    Primero a Cornelius. Luego a Baudelaire. Y finalmente, a la mesa donde descansaban las cartas.
    —Empiezo a preocuparme —dijo al fin, sin levantar la voz. Su tono era suave, como si estuviera dictando una observación clínica—.
    No por lo que dicen estas cartas… sino por lo que provocan.

    Baudelaire giró hacia ella, con los ojos brillando como carbones encendidos en la penumbra.
    —Pero Lady… ¿dime que no lo sientes?

    Avanzó un paso, sosteniendo la carta como si fuera una ofrenda oscura.

    —Estas cartas… no son simples palabras. Son puñales envueltos en seda. Son confesiones escritas con veneno y belleza. No buscan consuelo… buscan que sangres despacio, desde dentro.

    Su voz se volvió baja, envolvente, como una caricia helada.
    —Y tú lo sabes. Porque tú también reconoces esa clase de escritura. La que no solo cuenta una historia, sino que deja cicatriz.

    La miró intensamente, como si al sostenerle la mirada pudiera arrastrarla consigo.

    —Aún quedan más. Y no leerlas sería como quedarse en la orilla cuando el mar ruge con promesas. ¿No quieres hundirte en esa marea conmigo?

    La última palabra quedó suspendida en el aire como una dulce tentación pronunciada al oído.

    Lady le mantuvo la mirada un momento, pero no respondió. Caminó lentamente hasta la mesa y pasó un dedo, sin prisa, sobre el borde de una de las cartas aún sin abrir.


    Lentamente se volvió hacia ellos y dijo con seriedad.

    —Cornelius está completamente afectado Baudelaire, tú. por el contrario, pareces exaltado. La misma carta, dos respuestas extremas. No es habitual. Podría ser una coincidencia. Pero no lo parece. Y yo… yo, tengo una extraña sensación que hay algo más en estas cartas.

    Cornelius alzó ligeramente la cabeza. Su voz era apenas un murmullo, aún rasgada.
    —¿Algo más… como qué?

    —No lo sé todavía —respondió Lady—. Pero no se trata solo del contenido. Es el efecto que tienen.

    François sonrió, ladeando la cabeza.
    —Tal vez sea simplemente buena literatura. La gran literatura perturba.

    Lady asintió con un leve gesto.
    —Sí. Pero esto no es literatura. Son cartas personales, o poemas, o lo que sean... sin embargo, están escritas con una estructura demasiado impecable.
    No sabría explicarlo claramente.
    pero tú lo has dicho bien Baudelaire: perturbadoras.

    Luego, con esa calma suya que siempre antecede a lo importante, añadió:
    —He llamado a Peter. Sigue saltando el contestador. Y ni rastro de él. Le dejé un mensaje.

    Cornelius parpadeó irguiéndose un poco, con una chispa de alerta en la voz. dijo.
    —¿Y si no responde?

    Lady le sostuvo la mirada, pero esta vez no respondió. No hizo falta.

    Baudelaire entrecerró los ojos y sonrió, casi con deleite.
    —¿Por qué no iba a responder?

    Se inclinó apenas hacia las cartas, acariciando con los dedos el borde del siguiente pliego.
    —Eso sí… no se te ocurra devolverle las cartas si responde y dice que son suyas y que las perdió por error.

    Lady no se inmutó.
    —Ya veremos —respondió con sequedad contenida.

    Y luego, tras una breve pausa, añadió con tono más bajo, pero más cortante:
    —Pero antes… quiero saber quién es el autor.

    Nadie dijo nada durante un rato.

    Cornelius frotó su rostro con ambas manos, como si intentara borrarse el cansancio. Baudelaire volvió a sentarse, aunque sus ojos no se apartaban del fajo de cartas como si fueran a escaparse de la mesa.

    Lady permanecía en pie, con una expresión serena, pero sus ojos grises tenían esa opacidad que indicaba que su mente trabajaba en silencio, como una máquina elegante que no deja ver el ruido interno.
    —Podemos leer otra —dijo finalmente—. Pero esta vez, con atención. No solo al texto, sino a nosotros mismos. A cómo nos afecta.

    François se inclinó sin esperar más, casi con impaciencia, y tomó la siguiente carta con manos cuidadosas. El papel crujió, expectante.

    Lady no se movió de inmediato. Lo observó en silencio, una ceja apenas arqueada, como quien contempla a un niño jugando con una reliquia que no entiende.
    —¿Acaso Lord Baudelaire piensa saborear solo el siguiente veneno?

    François, alzó la mirada con delectación, su sonrisa ladeada como una herida que le divierte.
    —¿Y negarte el privilegio mi Lady Glitterstorm? Eso sería imperdonablemente obsceno.

    Ella avanzó despacio, con la precisión de un gesto ensayado mil veces, y sin apartar los ojos de los suyos, añadió:
    —Digamos que me hace ilusión que me la entregues en la mano. No todos los días compartes tus venenos favoritos.

    Cornelius resopló por lo bajo, moviéndose incómodo en su silla.

    François suspiró con teatralidad, girando el papel entre los dedos como si lo despidiera de sí mismo. Luego lo sostuvo en alto, reverente, y lo ofreció como si le entregara una daga de plata.
    —Muy bien, mi pérfida musa. Tómala, has tuyo este veneno…. al entregársela murmuró con una sonrisa que sonaba a rendición y desafío al mismo tiempo:
    —No será la primera vez que un poeta cae en manos de una mujer peligrosa… sus ojos la miraban fijamente mientras creaba un silencio breve. —Ni la última vez que su alma lo agradezca en silencio.

    Lady aceptó la carta como si tomara una copa en una velada peligrosa, sonriendo con un deje de picardía macabra.
    —Sabía que no te resistirías… sonrió breve, quizás enigmática mientras se sentaba con una elegancia imperturbable.

    Cornelius tragó saliva.

    La carta descansaba en sus manos ahora con su secreto que aún no había decidido ser revelado. Entonces Lady la desplegó con la calma de quien destapa una botella de un licor que lleva demasiados años olvidado.
     
    #6
  7. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

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    1:6: La habitación volvió a sumirse en un silencio expectante. Incluso el aire parecía contener el aliento, su voz corto la atmosfera.

    “Cuando cae la noche,
    las criaturas despiertan.
    Silban entre la maleza.
    Serpientes. Víboras. Ratas.”



    Lady parpadeó tras leer esa primera estrofa, después su mirada recorrió lentamente el texto, como si descifrara un conjuro.

    “Oh, noche perniciosa…
    ¿Qué haces?”


    François se inclinó hacia adelante, cautivado. iba a decir algo, pero —milagrosamente— se contuvo.

    “Las pequeñas criaturas toman forma humana,
    se miran entre sí, se alisan las vestiduras.
    Hablan lenguas extrañas, susurran en la oscuridad.”


    Cornelius frunció el ceño, su incomodidad regresando.
    —Esto es diferente —murmuró.

    Lady no respondió. Siguió leyendo:

    “¿Qué están tramando?
    ¿Es un circo lo que veo?
    ¿O una procesión?
    No.
    Están intentando burlar las puertas de la Corte de las Hadas,
    donde las puertas siempre están cerradas.”


    El poeta sonrió con los ojos, fascinado.
    —Ahora tenemos una metáfora.

    Alzó la mano haciendo un gesto teatral como si oficiara una misa oscura.
    —Una transformación. Lo vil se disfraza de civilizado. Lo indeseable se cuela en lo sagrado. Bufones, peregrinos… o infiltrados.

    Lady murmuró:
    —La Corte de las Hadas… lo inalcanzable. Un lugar prohibido para los indignos.

    François asintió, casi con devoción casi implorando a Lady, que siguiera leyendo, ella lo hizo:

    “Oh, ratita glotona,
    no te escabullas entre mis botas.
    ¿Solo quieres un bocado?
    Nada más…
    Solo un trocito de queso.”


    Cornelius se estremeció.

    François sonrió, con los labios apenas curvados.
    —Y ahí está el juicio.

    Lady prosiguió:

    “La tomé en mis manos.
    Le di calor. Le di confianza. Le di un hogar.”


    Cornelius bajó la mirada. Sabía lo que venía.

    “Pero una rata siempre tiene hambre.
    Siempre quiere más.
    Y cuando lo tiene todo…
    muerde.”


    François murmuró, casi para sí:
    —Muerde la mano. Muerde la historia. No olvida su naturaleza. ¡¡Un clásico!!


    Lady leyó las últimas líneas, esta vez sin levantar la vista del papel:


    “Una rata puede vestirse de seda,
    pero tarde o temprano, morderá.
    Porque, al fin y al cabo,
    una rata nunca dejará de ser una rata
    y su farsa se acaba con esta sublime verdad.”


    Lady no soltó la carta de inmediato.

    La sostuvo unos segundos más, como si aún pudiera extraer algo de su sutil veneno… hasta que se dio cuenta de que era la carta la que no deseaba ser soltada. Entonces la dejó sobre la mesa, con la delicadeza de quien abandona una pieza de porcelana rota.

    François, por su parte, se reclinó lentamente en su silla.
    Aplaudiendo dos veces, suave, con los dedos más que con las palmas.
    —Sublime —dijo sin ironía. Su mirada era puro deleite vicioso, que rayaba en lo morboso.

    Cornelius se pasó una mano por el rostro, aturdido.
    —Ahora me recordó a un cuento que me leía la Bonne —soltó, casi con angustia—. Una ratita, un trocito de queso...
    ¡Pero este que has leído estaba torcido!
    Yo, en mi cuento… jamás me di cuenta de que era realmente una rata.

    Guardó silencio. Luego añadió, casi horrorizado, en voz más baja, sin dirigirse a nadie:
    —Esto no es literatura. Esto es algo que quiere quedarse dentro.

    Baudelaire no respondió de inmediato.
    Tomó la copa de absenta, ya tibia, y la sostuvo a contraluz antes de hablar.
    —¿Qué es? —repitió en voz baja, casi para sí mismo, con tono teatral—. Yo os diré qué es:
    es una obra construida para devorar desde dentro. Eso es.

    Se giró hacia ellos con un brillo casi febril.
    —No son cartas, Lady. Cornelius.
    Estos son escalones.
    No estamos leyendo… estamos descendiendo.

    Lady no dijo nada de inmediato.
    Se cruzó de brazos, pensativa, pero su expresión no era de simple concentración.
    Observó a Baudelaire a los ojos —encendido, eufórico, ardiendo en una especie de éxtasis lúgubre—.
    Luego a Cornelius —roto, desbordado, aferrado a fragmentos de lógica—.
    Y entonces comprendió algo.

    Las cartas afectaban. Y no del mismo modo.
    A uno lo devoraban desde el miedo. Al otro, desde la fascinación.
    Ella… aún estaba en el centro.
    Aunque no podía negar que, al leer, había sentido algo.
    Algo que no sabía explicar.

    Ese pensamiento la inquietó más que cualquier verso leído.

    El sonido del teléfono estalló en la habitación como un trueno en mitad de un conjuro.
    Cornelius dio un respingo. Baudelaire frunció el ceño, como si un hilo invisible que lo sostenía en trance se hubiese roto de golpe. Lady parpadeó, y por primera vez en mucho rato, pareció volver a pisar el suelo.
     
    #7
  8. Isidora_Luna

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    2:1: La realidad había regresado sin pedir permiso.

    Lady se levantó con su característica calma —más rígida esta vez, más contenida— y caminó hacia el aparato. El eco de sus pasos devolvía el peso a la habitación, como si el tiempo hubiese quedado detenido y de pronto hubiera decidido reanudar la marcha.

    Cornelius y Baudelaire intercambiaron una mirada.
    —Debe ser el anticuario devolviendo la llamada —murmuró Cornelius, con un hilo de voz, aferrado a la posibilidad como si pudiera impedir que se deshiciera ante sus ojos.

    Baudelaire, en cambio, no dijo nada. Se reclinó en su silla, cruzando los dedos ante sí con aire contemplativo, como si supiera que la revelación no tardaría en llegar.


    Lady descolgó el auricular.
    —¿Sí?

    Un cambio sutil cruzó su rostro. Primero fue leve, un matiz apenas perceptible... pero luego, por primera vez desde el inicio de aquella velada, Lady parecía inquieta.

    No interrumpió. No preguntó. Solo escuchó.

    Cornelius contenía la respiración.
    Baudelaire la observaba con esa atención absoluta que solo ofrecen los verdaderos devotos del desastre.

    Finalmente, colgó el auricular con lentitud. Se volvió hacia ellos. Su voz, cuando habló, era firme, pero teñida de una gravedad extraña.
    —Era la hija de Peter.

    El aire en la habitación se volvió denso, como si toda la casa aguantara el aliento.

    —Vio mi llamada —continuó—. Me devolvió el contacto para informarme que su padre… falleció ayer.


    Cornelius se quedó inmóvil. La esperanza que había teñido su voz hacía unos minutos se evaporó sin dejar rastro. Solo quedó el hueco.
    Baudelaire entrecerró los ojos, como si pudiera leer los subtextos en la estructura de aquella frase, como si buscara la clave escondida entre líneas.
    —¿Hace cuánto exactamente? —preguntó Cornelius, más con urgencia que con lógica.

    Lady desvió la mirada. Cuando respondió, su voz tenía un matiz que ninguno de los dos había oído antes.
    —Hace unas horas atrás.

    Hubo un silencio que no llegó de inmediato. Fue como si la habitación necesitara unos segundos para procesar el peso de lo dicho.

    —No me digas —añadió, intentando mantener la compostura— que fue a la misma hora en que abrimos la primera carta.
    Cornelius sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Era como si algo hubiese metido un dedo helado entre sus vértebras.
    —No —murmuró—. No puede ser…

    Baudelaire exhaló un suspiro, casi con placer. Se puso de pie con una calma exasperante.
    —Voy a buscar otra botella de absenta —anunció, como si eso fuera lo más razonable que podía hacerse.

    Lady lo observó mientras se alejaba. No dijo nada.

    Cornelius cerró los ojos, cansado hasta el alma. Le dolía la espalda. Llevaba horas así. Desde la primera carta. Desde que había advertido que leer cosas de seres muertos nunca llevaba a nada bueno.

    Baudelaire regresó con la serenidad de un oficiante, como si repartiera un sacramento oscuro. Servía la absenta con movimientos lentos, casi ceremoniales.

    —Si estas cartas ya eran una obra de arte —dijo con voz calma—, esta muerte las eleva a otro nivel.

    Cornelius lo miró como si no pudiera creer lo que oía.
    —Esto… esto es una coincidencia. ¿Verdad?
    Pero ni él se lo creía. Su voz temblaba como si rogara una mentira piadosa.


    Baudelaire alzó su copa.
    —No es que yo crea en la magia oscura —dijo, pausando con maestría— pero… hay algo deliciosamente lovecraftiano aquí.

    Cornelius murmuró:
    —Les advertí…
    Y por primera vez en mucho tiempo, sonó seguro.
    —Dije que tal vez estábamos abriendo algo.
    Su mirada descendió hacia las cartas.

    Baudelaire se permitió disfrutar de la idea. Como un personaje condenado que reconoce su lugar en la tragedia.
    —En los cuentos de Lovecraft, el conocimiento es peligroso —dijo con delectación.

    Cornelius tragó saliva.
    El Poeta, como si recitara un conjuro maldito, citó:

    La emoción más antigua y más fuerte de la humanidad es el miedo, y el tipo más antiguo y fuerte de miedo es el miedo a lo desconocido.

    Hizo una pausa. Luego alzó el vaso, contemplando el reflejo verdoso del licor.
    —Pero el verdadero horror no es lo que ignoramos… es lo que descubrimos demasiado tarde.
    Y bebió firme. ceremonial, para consagrar lo dicho.

    Cornelius se puso de pie de golpe. Su voz explotó como un látigo en mitad de la tensión:
    —¡Estamos abriendo las cartas de un difunto! ¡Basta ya! ¡Todos sabemos cómo terminan las historias de Lovecraft!

    El señor François Baudelle ni siquiera pestañeó.
    Su mirada se posó en el fondo del vaso, y en aquel instante, se sintió condenado. Y, ¿por qué no? ¡Maldito!
    Como todos aquellos que, en su obsesión, se adentraron demasiado en lo prohibido.
    Y le gustaba.
    Después de todo, amaba que lo llamaran Baudelaire.
    No pudo evitar sentir todo esto como un bautismo. Uno que lo reafirmaba.

    Lady había permanecido en silencio.


    Recogió la copa con la absenta que apenas había probado y esta vez, bebió.
    Sintió la fuerza del verde licor quemar su interior, sacudió la cabeza levemente, intentando reaccionar. Entonces se dio cuenta de algo tan humano como la larga cantidad de horas que llevaba sin probar bocado. Se puso de pie.

    —Voy a hacer algo de comer —anunció.

    No fue una sugerencia. Tampoco una pregunta. Fue un acto de autopreservación.

    Cornelius y Baudelaire la miraron, pero no dijeron nada. En el rostro de ella no había gesto alguno de quien simplemente busca alimento. Era otra cosa.
    —También necesito aire —añadió, sin mirar a nadie—. Y fuego. Y ruido de sartenes. Algo que tenga sentido en este mundo.


    Su voz no era temblorosa, pero había perdido esa calma impenetrable que la caracterizaba. Cruzo el umbral que separaba la habitación del pasillo, con la espalda erguida y las manos crispadas, como si caminara para mantenerse entera.

    Cornelius se dejó caer en su asiento, nuevamente, en silencio.
    François observó la puerta por donde ella había salido, con la expresión del que ha visto a un ángel darse cuenta de que está rodeado de sombras.
    Luego su mirada se posó en Cornelius.
    Cornelius no hablaba, pero se notaba había nacido una tensión nueva en él, una decisión naciente que venía desde lo más profundo, como quien aún guarda una chispa de fe, pero se prepara para ser el portador de la herejía.
     
    #8
  9. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

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    2:2: Sus miradas se encontraron como espadas que reconocen a su oponente antes del duelo.

    François notó algo distinto en él, así que se aproximó con su copa en la mano, como un sacerdote de algún culto antiguo, y se sentó con una calma exquisita.

    —Te da miedo, ¿verdad? —susurró—. No lo que dicen las cartas… sino lo que despiertan en ti.

    Cornelius le sostuvo la mirada.
    —Lo que me da miedo es verte así. Tan cómodo en lo oscuro. Tan... entregado.

    El poeta rió por lo bajo. Un sonido sin alegría.
    —¿Y tú no? ¿Acaso no sientes el temblor, el vértigo? Dime, ¿Qué parte de ti quiere seguir leyendo… y cuál lo suplica en silencio?

    —La parte que aún cree en la luz —replicó Cornelius, sin vacilar—. En el límite. En que hay cosas que no deben saberse.

    —¿Y quién lo decidió? —El Poeta inclinó la cabeza, su voz era casi un ronroneo venenoso—. ¿Dios? ¿Tu conciencia? ¿Tu abuela? ¿Cuántas verdades escondemos bajo la alfombra solo porque su sombra es demasiado larga?

    Cornelius se incorporó un poco.
    —No todo lo oculto es conocimiento. A veces es simplemente podredumbre. Y a ti te fascina.

    El Poeta alzó una ceja, satisfecho.
    —Porque la podredumbre es verdadera. No miente. No se disfraza de virtud.

    —Tú llamas verdad al veneno —escupió Cornelius—. Pero solo porque te hace sentir… especial.
    Hizo una pausa.
    —O vivo.

    —Y tú llamas virtud a la ignorancia —respondió François, con voz más baja, casi con ternura cruel—. Porque te hace sentir seguro.

    Un silencio, denso, elegante y terriblemente real brotó en ese momento.

    Cornelius bajó la mirada unos segundos, luego la alzó, más firme.
    —No pienso seguir leyendo —dijo, no como una huida, sino como una declaración—. No mientras no sepa quién las escribió. No mientras alguien acaba de morir.

    François sonrió. Pero no era burla. Era... respeto.
    —Entonces ya has leído bastante —susurró—. Porque ahora las cartas ya te escriben a ti.

    Cornelius palideció un poco, sin entender muy bien que había querido decir, o más bien no deseando hacerlo.

    El Poeta alzó su copa y bebió un trago corto, mirándolo a los ojos, deleitándose.
    —Te tocará decidir si luchas contra eso… o si aprendes a escribir con la misma tinta.

    Cornelius no respondió. Solo desvió la mirada, como si al hacerlo pudiera huir del reflejo de su propia sombra.
     
    #9
  10. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

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    2:3: La cocina la recibió con un silencio distinto. No era denso ni trágico, sino absurdo. Como si los objetos allí —las tazas, los manteles, la tostadora que no usaba desde hacía meses— no tuvieran la menor idea del drama que se estaba cocinando a unos metros de distancia.

    Lady abrió la nevera. Se quedó allí, de pie, con la puerta abierta y la luz blanca iluminando su rostro. Miró el contenido como si esperara que algo saltara a sus brazos y dijera “yo soy lo que necesitas”.

    Nada lo hizo.

    Había huevos. Pan duro. Un tomate que había visto días mejores. Puerros. Y un trozo de queso que ya tenía la arrogancia del moho incipiente.

    Suspiró.

    No porque no hubiese comida. Sino porque, en el fondo, no tenía la menor idea de qué hacer con ella.

    Ella no solía cocinar, aunque sabía hacerlo en teoría. Pero la teoría era inútil cuando el alma estaba hecha trizas y el cerebro bailaba entre versos que hablaban de ratas vestidas de seda.
    Se apoyó en la encimera, cerró los ojos, y por un instante, solo por uno, deseó no ser la que siempre tiene respuestas.

    Abrió el grifo y se mojó la cara.

    La absenta a veces pesa más de lo necesario. El agua fresca en el rostro ayuda a despertar de ese verde conjuro.

    —Bien —murmuró para sí—. Puerros. Mantequilla. Pimienta. Algo de nata…

    Miró el queso con cara de sospecha.
    —Tú no.
    Y lo tiró sin remordimientos.

    Mientras cocinaba como mejor sabía hacerlo, repasó los hechos.


    La mesilla. Las cartas. Un autor que ahora sí, no iba a tener forma de saber quién había sido.
    Las cartas eran antiguas, y Peter… bueno, Peter ya no iba a poder responder nada.

    Y al pensar eso, se sintió un poco mal.

    A Peter lo conocía desde siempre. Desde que volvió a Pouges. El pueblo de su madre.
    Peter de Lancre no era un amigo cercano, pero este pueblo era pequeño. Más aún en ciertos círculos.

    No era un hombre cálido, pero sabía escuchar. Tenía buena memoria. Y conocía bien su oficio.
    Nunca le habría dicho algo así directamente, pero le gustaba pensar que la respetaba. Que, a su manera, le tenía estima. ¿Y ahora esto?
    No tenía sentido.

    Mientras los puerros chisporroteaban en la sartén, Lady se apoyó en el marco de la puerta, cuchara en mano, y pensó que, si todo esto era una coincidencia, era una muy teatral.
    Y si no lo era…

    Volvió a los puerros. Les bajó el fuego.
    Hoy no iba a resolver nada.
    Pero por lo menos iban a comer algo, aunque fuese tarde.


    Entró en la sala con el plato en las manos y vio a Baudelaire en un lado de la mesa, a Cornelius en el otro. Ambos parecían estatuas de dos religiones distintas, pero igual de agotadas.

    —¿Nadie va a ayudar a buscar la cena? —dijo, sin alzar la voz, pero con esa firmeza que ponía fin a cualquier trance.

    François parpadeó. Cornelius se incorporó de golpe, como si acabara de recordar que tenía cuerpo.
    Minutos después, estaban los tres sentados, intentando cenar.

    No había risas. Ni silencios incómodos. Solo ese momento suspendido en el que se hace lo que se puede. Y a veces, lo único que se puede… es seguir masticando.

    El Poeta en cambio, parecía perfectamente cómodo, como si degustara un platillo exótico servido en un banquete maldito.
    —Debemos seguir leyendo —dijo de pronto, sin rodeos.

    Lady no levantó la vista del plato.
    Cornelius soltó el tenedor con un ruido seco.
    —¿Perdona?

    —No hay nada que perdonar, querido Cornelius. —Baudelaire bebió un trago de agua, como si acabara de hacer una propuesta sensata

    —. No hemos llegado hasta aquí para dejarnos asustar por un mal timing cósmico y una llamada inoportuna.

    —¿Una llamada inoportuna? —repitió Cornelius, incrédulo—. ¡Peter está muerto!

    Baudelaire asintió con un gesto casi solemne.
    —Precisamente. Y ya no puede contarnos nada. Lo único que nos queda... son las cartas.

    Lady dejó el tenedor sobre el borde del plato.
    —Lo único que nos queda —repitió, sin emoción—. Como si fueran un legado…

    Suspiró …

    El Poeta la miró con intensidad.
    Mon chérie, las casualidades no existen. Estoy seguro de que hay una razón por la que acabaron en tus manos.
    Hizo una pausa breve, casi un suspiro sin apartarle la mirada
    —Puedes llamarle destino…o también destino deliciosamente cruel, puedes disfrutarlo y hasta amarlo mientras lo sobrellevas o sufrirlo mientras lo haces, yo te recomiendo la primera opción. Porque sabes que me importas.

    Cornelius bufó.
    —O una desgracia muy bien empaquetada —gruñó, sin levantar la vista del plato—. Llamadlo como queráis, Y yo, yo no quiero leer más. Ni una más. Ya lo dije.

    —Claro que lo dijiste —respondió El Poeta con suavidad—. Pero el hecho de que sigas aquí, en esta mesa, dice otra cosa.

    Lady se puso de pie para recoger los platos, no por necesidad, sino por poner en movimiento el cuerpo cuando el alma vacila.
    —Mañana decidiremos —dijo, sin volverse—. Esta noche... creo que es mejor que no toquemos esas cartas.

    Cornelius asintió, agradecido.

    Baudelaire se reclinó en su silla, con una media sonrisa en los labios. Algo en él se negaba a resignarse tan fácilmente.

    —Lady… —dijo en tono calmo, tentador, casi íntimo, incluso angelical—. Si mañana fuésemos otras personas, si el tiempo hiciera su trabajo de borrar esta noche, de disolver esta tensión... ¿no nos arrepentiríamos de haber perdido el hilo justo cuando se tensaba?

    Cornelius bufó, pero no habló.

    —Solo una más —insistió Baudelaire, y esta vez sus ojos brillaban con esa mezcla peligrosa entre certeza y tentación—. No por morbo. No por arte. Por justicia. Alguien escribió esas palabras, y las dejó caer en nuestro mundo como un conjuro inacabado.

    Lady dejó los platos sobre la encimera, con más cuidado del necesario. No giró aún, pero sus hombros ya no parecían tan firmes.

    —¿Y si eso es precisamente lo que quiere? —preguntó en voz baja—. ¿Qué alguien lo termine?

    —Entonces —dijo Baudelaire, poniéndose en pie con la gravedad de quien invoca algo mayor que sí mismo—, sería una descortesía dejarlo esperando.

    Y Ahí estaban de nuevo, sentados a la mesa. El aire se sentía más denso, pero también más decidido. Había un pacto tácito entre los tres: leer una última carta. Una más. Solo una.

    Lady había accedido sin entusiasmo. Cornelius no había vuelto a hablar del tema, pero tampoco se había marchado.

    François Baudelle, en cambio, parecía flotar de entusiasmo contenido. El papel crujió con un sonido limpio cuando lo desplegó. Su voz se alzó, templada, con la gravedad de quien sabe que cada sílaba carga un peso que aún no ha mostrado del todo. Hacía rato que había aceptado su destino. La noticia de aquella muerte oportuna no hacía más que volver todo esto aún más fascinante.

    Si las cartas en sí ya eran una obra de arte, ahora adquirían un matiz aún más intrigante. No podía negar que se sentía besado por todas las musas oscuras al mismo tiempo.

    Antes de desplegar la carta, El oscuro Poeta, se puso de pie con un silencio teatral y caminó hasta el aparador donde encendió dos velas altas.

    —Una lectura adecuada exige una atmósfera adecuada —dijo sin volverse.

    Lady no comentó nada. Cornelius frunció el ceño, pero no protestó.

    El resplandor tembloroso proyectó sombras largas sobre las paredes. Las figuras se distorsionaban. La mesa, de pronto, parecía más antigua.
    Se preparó y se concentró, luego dijo con voz clara, no exento de parecer un actor en plena interpretación, su propia obra:

    Alabado fue su nombre en tierras lejanas, ¡Oh gran señor, dechado de bondad! Su fama cruzaba los mares, y en su andar hallábase reverencia…”

    —Volvemos a la idea del gran hombre —murmuró, saboreando las palabras—. Noble, virtuoso… por ahora.

    Cornelius bufó con irritación contenida. —¿Y si, por una vez, significara lo que dice? ¿Y si alguien fue realmente bueno?

    Lady no dijo nada. Solo tamborileó los dedos sobre la mesa.

    El Poeta con calma ceremonial bebió un trago de absenta y continuó:

    “Recibíle yo en mi corte con gozo solemne, y el reino entero celebró aquel día. Mas en su mirada moraba una sombra, un silencio no nacido del temor, sino de lo indecible…”

    Lady entrecerró los ojos. Cornelius bajó la cabeza. François no se detuvo:

    “Tomó mi mano y, en aposento cerrado, retiró su capa, y sus hombros, antes erguidos, cayeron como vencidos por yugo invisible…”

    Un segundo de pausa donde de forma teatral, inhaló profundamente antes de proseguir:

    “Entonces mis ojos vieron su verdad: de su espalda emergió la criatura más vil, una abominación que respiraba su aliento…”

    ¡TOC. TOC. TOC!
     
    #10
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