El Terco

El mísero terco, de nalgas oblongas y nariz ganchuda, tenía siempre la vil manía de afeitarse con una navaja ya oxidada. No utilizaba espuma de ningún tipo. Su ritual varonil consistía en poner dos velas negras a cada lado del desamparado espejo del baño. Y cuando repicaban las doce campanadas de la medianoche comenzaba a desmenuzar su luenga barba. Que caía al frío suelo en copos depauperados de fuego satánico. Entonces era, cuando, poseído por un demonio tutelar, empezaba a hablar a su doble reflejado en el tamiz cristalino. Veía cómo las heridas, en cortes profundos de marcado odio bíblico, manaban sangre impura. Pero él era feliz así. Hasta que una noche, escuchó a sus espaldas una voz quebrada que lo llamaba por su nombre. El terco se dio la vuelta. Y vio ante sí la imperiosa imagen de un avestruz con bombín y mostacho calenturiento. Sin dar crédito a sus sentidos, dejó caer la navaja y naufragó en un ataque de hilaridad que le costó la vida. Fue así cómo quedó su nombre marcado para siempre en el espejo cóncavo. Con su doble evaporado en una miasma que hizo caer al suelo las velas. Y dejar el maquiavélico baño en la más opresora y profunda obscuridad.