Ecos de un amor eterno

En la primavera de sus vidas, se encontraron como dos estrellas errantes que caen sobre la misma noche. Ella tenía la risa llena de luz, él llevaba en la mirada un deseo de eternidad. No supieron cuándo comenzó aquello; sólo sintieron que sus almas habían recordado una melodía olvidada. Caminaron juntos bajo cielos jóvenes, soñando en voz alta, con la ingenuidad de quienes creen que el tiempo les pertenece.


La juventud les dio fuego: primeros besos que saben a lluvia, promesas susurradas bajo árboles, manos entrelazadas que se negaban a soltar. Se amaron con la urgencia de quien sabe que la vida es breve. Aprendieron el idioma secreto de las miradas y las pausas. Allí nació un pacto invisible: no permitir que el amor envejeciera antes que ellos.


El tiempo vino como río suave, llevando consigo cambios. Las estaciones les regalaron años de complicidad, retos y silencios compartidos. Construyeron un mundo propio: casas llenas de memorias, caminos recorridos juntos, hijos que fueron extensión de su historia. En medio del ruido del mundo, su amor se volvió refugio. Aprendieron a amar también en la calma, en el cansancio, en la rutina, descubriendo que el verdadero amor no es sólo pasión, sino paciencia y entrega.


Y llegó la vejez. El fuego juvenil se tornó en brasas cálidas, en un abrazo que sabe a hogar. Sus manos, ahora arrugadas, seguían buscándose como el primer día. Sus ojos ya no eran sólo de deseo, sino de reconocimiento profundo: el milagro de haber crecido juntos. Entre risas suaves y silencios largos, supieron que habían vivido una vida plena, no por los años, sino por la fuerza del amor que no dejó de renovarse.


Cuando la noche los alcanzó, se encontraron como aquella primera vez: dos almas errantes que se habían elegido para siempre. Y el amor, intacto, les sonrió una vez más.


Rosa María Reeder
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Gracias Alde