A todas las madres que me habitan (o me han habitado)

Yo no sé escribirle a las madres sin que se me haga nudo el alma,
sin que se me enturbien los ojos de tanto recuerdo que huele a sopa caliente,
a regaño con ternura, a abrazo que no se pide y llega como milagro.

Las madres no nacen el día que paren,
nacen mucho antes, en el gesto de darse,
en esa forma terca de quedarse cuando todos se van,
de hacer milagros con un beso y una escoba.

A ti, madre que me llevas en los hombros sin que yo lo sepa,
a ti que me dices que todo estará bien aunque el mundo se caiga,
a ti que me enseñaste que el amor no se dice: se demuestra, se cocina, se lava, se pelea, se calla, se sufre, se vuelve a dar.

A ti, que no te llamé madre pero fuiste,
que bordaste mis días sin pedir más que un poco de compañía.
A ti, que me tuviste sin tenerme, que me diste hogar con solo una mirada.

Todas ustedes, madres mías —de sangre, de crianza, de camino—
son mi raíz y mi cielo, mi piedra y mi vuelo.
Las llevo en el pecho como se lleva una promesa,
como se lleva el nombre de quien nos enseñó a amar sin condiciones.

Y hoy, si me preguntan qué es el amor,
yo no respondo con definiciones ni con flores,
yo respondo con tu nombre, madre,
con tu silencio que abriga,
con tus manos que me siguen protegiendo aún desde lejos,
con tu eterno “ya comiste” que suena a oración.

Porque el amor se parece a ti.
Porque tú eres el amor hecho carne.