Soledad fatal.

Ahora entiendo por qué el aire
de mi casa es rancio y tiene sentido
de cima fatigada.
Ahora entiendo como me devoran
las sombras de esta maltrecha soledad
que es el desierto de los pasillos,
las dunas de mi cama, la jaula triste
de hebras pálidas que es mi habitación.
De las ventanas que no reflejan
la llegada de nadie y sus cristales dormidos
que me miran con la indiferencia del olvidado.
No escucho el ding-dong del timbre
y la puerta de mi casa es una desconocida
a los ojos que originan las visitas.

Ahora entiendo como se agota el calor
con la distancia. Como la flecha de los
sueños apunta a otras venas y otra vez
el vinagre se convierte en bebida diaria
estrictamente tubular y espuma quejándose.
Patean mis costados relojes delincuentes
que me roban las horas invencibles
de la soledad y de los inviernos de este trópico solitario.
Me dejan sus agujas espantadas
y destruidas frente a mis pies, cenizas
del tiempo que se consume y se lo llevan
vientos de sordas intenciones y huracanes.
A lo lejos, a veces siento campanas
o gigantes que se quejan.
Lamentos llegados en una carta
de aire y voces condensadas en presagios
de funerales y familias reunidas inquietas
en el espanto y lágrimas recelosas.

Ahora entiendo que cuando el tiempo pase
y la hiedra trepe por los restos de nuestro calendario
dejará días parecidos a la fatiga, alas consumidas
de un vuelo que se quedo en una gota llevada
por el viento de esta quebradiza incontinencia
que es la palabra soledad:
su geometría de cataratas y lúgubres estandartes
dejará su victoria sobre la impronta de este edificio
levantado para no alojar a nadie.