¿Quién dijo que mis letras riman?

¿Quién dijo que mis letras riman?
Como si escribir fuera un acto de geometría,
como si el alma obedeciera compases y reglas métricas.
Yo no escribo para rimar.
Escribo para sangrar.
Para que la palabra se me deslice desde el estómago hasta la punta de los dedos
como una herida mal cerrada.

No busco que encajen los finales de mis frases
como piezas de un rompecabezas domesticado.
Lo que quiero es que al leerme
sientas el mismo nudo en la garganta que yo no supe tragar,
la misma punzada que me atraviesa cuando callo,
el mismo temblor que me obliga a escribir porque hablar ya no alcanza.

Escribo con la médula, con los huesos,
con ese lugar donde duelen los recuerdos que no se nombran.
Escribo porque el silencio pesa.
Porque hay noches en que me abrazo a las palabras
como un náufrago que se aferra a una tabla sin saber si flota.

¿Rimar?
Eso es para los poetas que aún creen que se puede domar el dolor.
Yo solo intento que el papel aguante todo lo que no me cabe en el pecho.
Que mis letras no rimen,
pero que ardan.
Que no encajen,
pero que tiemblen.
Que no se entiendan del todo,
pero que se sientan.

Porque al final, ¿quién dijo que mis letras riman?
Si lo único que busco es que alguien, en algún rincón,
sienta este grito mudo y diga:
“yo también.”