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Nido de ratas

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Troto, 13 de Noviembre de 2016. Respuestas: 0 | Visitas: 377

  1. Troto

    Troto Pablo Romero Parada

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    Acertarle a los nidos de los pájaros era mucho más difícil que la caza de saltamontes. Vivíamos al pie del monte Muncheido, y para acceder a ese lugar, solo había el camino por donde aquellos niños habían muerto.

    Mi padre era labrador, así que al menos tenía algo que llevarme a la boca. En la ciudad, no se respiraba la misma suerte. No se veía un gato por la calle ni de broma, y creo que no hace falta explicar el motivo de la escasez felina. Lo preocupante es que, tampoco se veían pájaros, ni ratas, ni grillos.... Todos los días bajaba a la ciudad con un par de ellos, para venderlos a la salida de la Iglesia. Ir a la Iglesia era ya, la única forma de ocio que existía de aquellas por allí.

    Las chicas temían salir por según que calles, a causa del ascenso en la frecuencia de violaciones que se estaban a producir. La gente ya no podía gastarse el dinero en los salones de chicas, así que ya no había salones de chicas. Y la mano no produce suficiente satisfacción, para algunos de los chavalitos que se cruzaban por allí.

    Mi casa formaba parte de un barrio rojo. Yo de aquellas no entendía muy bien de que iba eso de los colores. A decir verdad, ni ahora mismo lo sé. Lo que sí sé, es que los barrios rojos casi nunca salían en la prensa cuando sucedía alguna catástrofe.

    Los militares solían hacer prácticas de tiro en lo alto del monte. Allí, tenían un inmenso cañón que cubría la entrada por mar a la ciudad. Nadie podía saber si los americanos desembarcarían de un momento a otro, nunca lo hicieron. A los americanos nunca les importamos una mierda.

    Al finalizar las prácticas de tiro, los niños nos acercábamos a recojer toda la metralla que dejaban tirada. Aunque no teníamos ni para medicinas, preferíamos gastarnos lo ganado en invitar a alguna chavala a vino el domingo próximo. Éramos niños pero no tanto.

    Aquel día, el botín de entre la metralla sobrante fue muy superior a lo común. Tirada en el suelo, al lado del cañón, los militares se habían dejado una bomba sin detonar . Los cuatro amigos, fuimos a pedir ayuda al pueblo para que nos ayudaran a carretar esa joya. Del dinero sacado, bien podríamos conseguir unas cinco pesetas para invitar a toda la pandilla.

    Escondimos el artefacto en el descampado de entre mi casa y la del Brellas. El Brellas, era el chico más chulo del barrio. Él siempre quería ser el primero en todo: en las chicas, en los juegos, en los trabajos... No sé si su conducta impulsiva nació a causa de vivir solo con su madre. Pero a la mayoría de chavales de la zona les habían matado al padre en la guerra y no eran así de idiotas.

    El caso es que, aquella noche, distinguí golpes fuera de la casa y salí para ver de que se trataba. Al cruzar la esquina, una explosión despertó al resto de los habitantes de la zona, y destrozó gran parte de los cristales en los al rededores. Del golpe, quedé en el suelo con la visión borrosa escuchando un intenso pitido. Me recompuse y salí disparado al sitio de la explosión. Ya no había bomba. En su lugar, solo podía diferenciar un inmenso agujero.

    Más adelante, una vecina nos contó que el Brellas estaba amartillándola. Seguramente para quitarle el hierro y quedarse él con todo lo recaudado. Dos chicos que no sabían nada del tema murieron también aquella noche. Nunca se descubrieron sus cuerpos. La bomba los descompuso entre el bosque, el barro y las calles.
     
    #1
    Última modificación: 24 de Noviembre de 2016

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