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Los cocoteros de mi abuelo

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por patokun, 1 de Junio de 2010. Respuestas: 0 | Visitas: 740

  1. patokun

    patokun Poeta recién llegado

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    10 de Junio de 2009
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    Los cocoteros de mi tierra

    De niño pasaba semanas enteras con mi abuelo paterno.
    Yo era un niño de seis años, tal vez de cinco o siete, en aquel tiempo aun no contaba mis años con preocupación. Mi abuelo ya un anciano de setenta o tal vez setenta y uno, me parecía que tampoco él contaba sus días con ansiedad.
    Yo era callado, él mas bien silencioso.
    Nunca sobraban palabras en las mañanas, o en las tardes. Un silencio apacible nos envolvía.
    Era como si yo no tuviera aun mucho que decir y mi abuelo ya lo había dicho todo.
    Aunque el silencio no llegaba a ser incómodo, debajo nos comunicábamos fluidamente, igual que los delfines viejos instruían a los jóvenes.
    El silencio era nuestro dialecto, aunque las visitas de sus amigos lo quebrantaban. Entre ellos me llamaba la atención Don López, excombatiente de la guerra del Chaco, corría el rumor de que había derribado un avión boliviano con un tiro de fúsil.
    – Buenos días Don Icelino – era el predecible saludo a mi abuelo. Aunque a mi parecía no verme, quien sabe era un poco pequeño para llamar la atención.
    - Buen día Don López – respondía después de una pausa breve. En esos segundos pensaría si era realmente un buen día, aunque nunca lo oí responder de otra manera.
    Nunca supe el nombre de pila de Don López, mi abuelo siempre lo llamaba así, o quien sabe era López realmente su nombre de pila. Me parecía escapado de alguna épica griega, por lo menos lucía igual de viejo.
    La conversación siempre era animada y larga, se extendía como por dos horas, eclesiástica como mis domingos de misa. Y tal cual, siguiendo un protocolo invariable, siempre terminaban hablando de la granja de frutas de mi abuelo, en una charla improductiva pero valiosa para ellos.
    - Ha llovido poco este mes. ¿como van las naranjas? – observaba don López
    despreocupado, simulando una mirada ansiosa, recorría el patio buscando algún naranjo desatinado.
    - Llovió lo necesario, si llueve dos veces en el resto del mes las naranjas van
    estar en su punto – respondía igual de despreocupado mi abuelo. – Si llueve demasiado las naranjas no son apetitosas – añadía.
    Continuaba la charla luego con las uvas, bananas, piñas, frutillas, dependiendo de la estación del año en la que estuviéramos, yo no imaginaba mas que las dulces naranjas, miraba con desconfianza el cielo cuando veía alguna nube negra. Sabía a que se refería mi abuelo con lo de las lluvias excesivas, las naranjas no eran igual de dulces. Me gustaban las naranjas acarameladas.
    - Como va su nieto, ha crecido bastante – era una frase trillada que don
    López le hacía a mi abuelo, nunca directamente a mí. Una me vez me lo había preguntado pero me quedé mirándolo sorprendido sin articular palabra, desde entonces no se molestaba en preguntarme.
    Me preguntaba cuanto habría crecido en dos semanas, no mas que milímetros, pero parecía que para Don López no pasaban desapercibidos.
    Mi abuelo me miraba detenidamente leyendo mis pensamientos y midiéndome milimétricamente.
    – Bien, le gustan las naranjas – respondía olvidando cada vez el comentario sobre mi estatura.
    – Y el próximo año empieza la escuela primaria – continuaba.
    Mi agenda me era dada a conocer siempre de esa manera, indirectamente
    aunque certera. Así me había enterado de que podía jugar con mis amigos de cinco a seis de la tarde, que luego debía bañarme, para mi pesar infantil, y esperar a que mi abuela me sirviera la cena. Aunque al oír lo de empezar la escuela, me imaginé de inmediato a los otros chicos que pasaban por la calle a cada tarde con sus mochilas engordadas de libros y puntiagudas de lápices, que pesadas parecían, prefería las tardes sin mochilas.
    Durante las pausas de la conversación se oía el tabaco siendo mascado por mi abuelo, hubiera preferido que lo fume, porque como lo mascaba, escupía regularmente en un recipiente atemorizante para mí. Mientras don López fumaba distraídamente un cigarro prominente, dibujando olorosas figuras con el humo.
    - Va terminando el tabaco que sembré el año pasado, hay un lote nuevo que
    esta casi seco, parecen buenos para mascar, la próxima vez que venga estará listos. Tal vez quiera hacer unos cigarros para probarlo. Aunque los buenos para mascar no son buenos para fumar – dijo mi abuelo acercando el temido tarro a su boca para escupir en él.
    Sin separar de su boca el cigarro, don López dijo – El del año pasado estuvo bastante bueno, aún tengo guardados unos cigarros – quitó el cigarro de la boca y lo miró con desdeño, no estaba hecho del tabaco del año pasado.
    Así pasaban las horas de la mañana nicotínica, en una charla ineficaz y amena. Cerca de las once don López se levantaba del sillón suspirando. – La patrona seguro que me espera para el almuerzo – así llamaba a su señora. – Será mejor no hacerla esperar – continuaba ya encaminándose al portón. Al abrirlo siempre terminaba la visita con la misma pregunta: - ¿Cómo van sus queridos cocoteros don Icelino? Y continuaba caminando, ya adivinaba la respuesta de mi abuelo.
    - Bien – era la seca respuesta habitual.
    Literalmente con ojos de niño me quedaba mirando los coqueros, que habrá querido decir con lo de querido me preguntaba.
    El tallo era espinoso, de hojas filosas como láminas verdes, además a veces los frutos enripiados me caían estrepitosamente sobre mi sombrero de paja desde una altura de rascacielos para mi. Los cocos no eran para nada exuberantes como los de las playas. En la escuela que se llevó mis tardes anaranjadas mas tarde aprendí que la playa mas cercana quedaba a mil quinientos kilómetros de aquellos cocoteros. La pulpa era amarilla pegajosa, sin sabor, luego encontraba una corteza dura, y tal como una almendra había que romperla para obtener la almendra del interior, que de nuevo tenía un sabor terrible, aceitoso.
    Aunque si me divertía con los cocos que silbaban. Aquellos que quedaban mucho tiempo en el suelo se le formaban agujeros en la corteza dura redonda, y como quedaba hueca, luego de que las hormigas se llevaran la almendra, hacía falta nada mas que soplar en el hoyo para que silbaran. Me pasaba horas escuchando diferentes silbidos.
    Una tarde calurosa, ya no tenía 6 años, tenía veintinueve, por aquellos los años ya no me pasaban desapercibidos, me encontraba sentado en la arena que serpentea el mar , agujeta blanca que lo acordona.
    Tampoco la tarde era silenciosa en aquel pedazo de trópico,
    - Knock-knock-knockin' on heaven's door
    Knock-knock-knockin' on heaven's door
    Knock-knock-knockin' on heaven's door
    Knock-knock-knockin' on heaven's door
    Mama put my guns in the ground
    I can't shoot them any more radios …- se oía la aguda voz de Axel
    irrumpiendo la tarde. Miré el cielo pero no divisé ninguna puerta, tal vez se escondiera detrás de alguna nube.
    Otras voces mas anónimas, risas despabiladas por el viento, batuques de samba de tambor rítmicos de fondo, el mar tímido no se hacía oír en el bullicio.
    Después de tantos años, de tantos conciertos de música, de tantas emisoras de radio, las FM, las AM, y canales de televisión que no suspiraban entre frases sucesivas, también yo me olvidado del silencio.
    Palabras y sílabas se embrollaban en la tarde como algas desarraigadas arrastradas a la orilla, de pronto como si el mar y el viento, aturdidos por los batuques silábicos, conspiraron para echar una manta de viento sur fresco y olas afiladas que en media hora se llevo el batuque a los bares de la ciudad.
    - Vamos que el viento está frío, que no te tome un resfriado - dijo mi novia,
    envolviéndose en la toalla de playa y poniéndose sus lentes de sol instintivamente. O eso pensé yo. Después me di cuenta de que en realidad no le gustaba el silencio y no quería que vea sus ojos menospreciándolo.
    Roboticamente me levanté sin responder de mi sillón de arena, mas bien un hueco en la arena, y tomé las latas de cervezas, los cocos desaguados y la sombrilla de playa, entre colgados del brazo y apretujados entre mis costillas emprendí el regreso a la habitación del hotel.
    Seguía de cerca a una mujer, era mi novia claro, pero como la cambiaba el silencio, parecía inquieta, ansiosa como antes de rendir un examen final. Ansiosa, esperando el bullicio, caminaba bulliciosamente con pasos acelerados en la arena blanda, sus huellas mudas parecían danzar.
    Aminoré el paso, de cualquier modo no la iba a alcanzar. – Nos vemos en el hotel – grité. En ese momento detuve mis pasos y dejé que la gravedad se hagoa cargo del bulto que traía bajo el brazo que cayó aparatosamente en la arena suave, que acolchonó el estrépito. También yo me deje caer en la arena y el silencio.
    Con ojos no ya de niño miraba el mar revuelto por los dedos del viento, su piel se erizaba en olas y espuma, sentía mi pelo al viento revuelto en olas negras. Sentí de repente que alguien me espiaba por la espalda, volteé y advertí que ese alguien era un viejo coquero.
    Era fácil de ver que era viejo, el tallo robusto y encorvado como viejos camarones, sus hojas se movían reumáticas al viento, se tiraba hacia al mar como si fuera un viejo amigo que quisiera abrazar por décadas, a ratos parecía que las olas al fin llegarían, pero volvían hacia atrás con pasos que no dejaban huellas.
    Me acerqué, en el suelo habían cocos que habían caídos por la fuerza del viento, eran enormes, exuberantemente verdes. Tomé uno en mis manos y lo miré con cuidado, lo sacudí y se oía el agua agitándose en su interior. Me había equivocado, era el mar que ondeaba dentro del coco, no se cuando pero el mar y el coquero se habían encontrado.
    Sostuve el coco fecundo por unos minutos mas, analizándolo: -Aunque sobresaliente, no silba, ni podrá silbar jamás- dije, conversando con el niño que admiraba los cocos que silban.
    De repente me acordé.
    De nuevo tenía seis años, era una tarde una silenciosa como muchas, estaba sentado en una silla pequeñita hecha a medida para un nieto de seis años.
    En una de las visitas a mi abuelo semanas atrás, me encontré con la sillita en el zaguán, grande fue mi sorpresa. Hacía poco me habían leído el cuento de Alicia en el País de las Maravillas, me acordé de las pociones que la empequeñecían o agigantaban, creí por rato que una de las sillas mayores había bebido la poción, cansada del peso de los adultos y había entrado en mi mágico mundo.
    - Justo para su medida – escuché que mi abuelo decía a mi abuela. Luego me acercó la silla y me señaló para que me sentara en ella.
    No había pociones en la casa entendí, fue mi abuelo quién me hizo la silla. Me senté en ella y en realidad estaba hecho a mi medida.
    – No mas piernas colgadas – pensé. Me cansaba estar sentado por horas con las piernas suspendidas.
    Noté que de la madera amarillo opaco emanaba una esencia robusta, vigorosa aunque amigable.
    - Es de Tayí – se dirigió a mi como siempre en pocas palabras.
    Por aquellos años los lapachos, o Tayí por su nombre en guaraní, aún abundaban, es un árbol esbelto de tallo corpulento y estatura elevada, imponente como centinelas de aquellas tierras. Sin embargo a cada primavera adornaban su fortaleza con un manto de flores tejidas a mano. Era la esencia de aquellas flores y el vigor del lapacho que emanaban de la sillita en el zaguán. Podría sentarme por años en ella, seguiría imperturbada por mi peso o mis travesuras, seguiría allí por años impávida, por otro lado yo, aunque no me lo creía del todo, crecía, mis pies se acercaban cada vez mas a la tierra.
    Pero como en un acto de ilusionismo, a cada año aparecía una sillita unos centímetros mas alta, mas ancha, estaba en el mismo lugar del zaguán. Cada año mis pies quedaban aún a la misma distancia del suelo, mi abuelo anciano de esa forma alejaba mis pies de la tierra, los ancianos extrañan la infancia pensé después.
    Mi abuelo fue carpintero de joven, y claro de viejo seguía siéndolo martillos, serruchos, taladros cada año se concertaban con manos, clavos y lapacho en las sillitas fragantes. Silenciosamente, en aquellas sillas hechas a mano, mi abuelo me sostenía en un abrazo vigoroso de lapacho.
    No hace demasiado fui a visitar la casa de mi abuelo, a recordar días de mi infancia lejana, en un depósito encontré apiladas las sillitas, ajadas como viejos recuerdos aunque aún vigorosas. Nunca lo había notado pero cada una tenía unos adornos hecho de la madera del cocotero. Me quedé pensando.

    Me levanté de mi cómoda silla y me apresté solemne para las tareas de la tarde. Eran como las 4 de la tarde, el sol veraniego se había puesto mas dócil aunque no demasiado como para aventurarse sin sombreros tupidos y camisas de mangas largas.
    - Esta tarde tenemos que arrancar las uvas, con el sol de las dos semanas maduraron rápido. – me informó mi abuelo. Me acomodé el sombrero en señal de haber entendido el mensaje.
    Me gustaba recoger las uvas, seguía a mi abuelo cargando con una cubeta enorme, me imaginaba que un niño mas pequeño podría vivir dentro. El cortaba los racimos, y los colocaba en la cubeta, no hacían falta tantos racimos para que caminara tambaleando por el peso. Al verme bambolear, tomaba el balde y se lo cargaba él.
    Ahí venía la parte que me gustaba, tomar las uvas que se desprendían del racimo al apiñarlos. No eran demasiadas pero bastaban para endulzar la tarde, me pregunto si serán aquellas uvas exquisitas las que busco en las copas de vino de los fines de semana.
    La finca no era grande, tenía menos de una hectárea, pero como mi abuelo se encargaba de ella sólo, demostraba ser una tarea agotadora. Me acordé de la pregunta que don López había hecho aquella mañana,
    - Cómo van sus queridos cocoteros? -. Mientras mi abuelo recogía las uvas, miraba los cocoteros de reojo, habían como diez, no había viento y las hojas parecían de plástico o pintadas.
    - Te extrañan los cocoteros – dijo como preámbulo mi abuelo.
    A tu edad vendía las flores de coco a cada navidad en el mercado. Aun recuerdo el aroma - continuó. Seguidamente enmudeció, noté que su mirada había abandonado el presente, aunque no pude imaginar adonde había marchado.
    Volví a echarle una ojeada a los altos coqueros, medían como diez metros o más, como era diciembre se veía la copa llena de flores amarillas punzantes apuntando al cielo, el tallo lleno de espina igual de cortantes, me preguntaba como las recogían.
    Esas fueron las pocas interrumpidas palabras sobre los cocoteros. Nunca pude saber de él, o de Don López, el origen de la fascinación por aquellos singulares árboles.
    Era tarde gris de invierno, tampoco tenía 6 años, no había ningún aroma de flores en el aire, solo el aroma del asfalto mojado por la lluvia fría, no se olía nada. Entré a la perfumería de un Shopping cualquiera buscando una fragancia que comprar, Christian Dior, Calvin Klein, Carolina Herrera, desfilaron elegantemente ante mis narices igual que la vendedora simpática .
    - Que fácil se había vuelto alcanzar perfumes en los malls – me recriminé pensando en las hazañas de mi abuelo con las flores de coco. De cualquier manera me compré un Christian Dior y caminé ligero bajo la lluvia.
    Al llegar a casa, me duché, me cambié de ropa y abrí con reverencia el frasco de perfume. La fragancia me era desconocida, como canciones en idiomas extranjeros. Esparcí el perfume, que llenó la habitación como minúsculas mariposas. En aquella tarde lluviosa acompañado de mariposas y una copa de vino me puse a pensar sobre los viejos cocoteros y mi abuelo.
    Cerca de cada navidad florecían, renacían- me vino a la mente. Es la época del sofocante calor del verano tropical, aunque geográficamente eran tierras templadas, también eso aprendí en las tardes de escuela subtropical. Sin dudas el geógrafo había visitado aquellas tierras en invierno.
    A cada fin de año cortaban el cielo presumidas – me dije animado por la copa de vino. Flechas amarillas desestimando el arco que las lanzó o el suelo que la espera. Efímeras y petulantes como las volutas de humo de Don López, anciano, talvez griego salido de la Odisea. Flores breves pero vitales. Trágicas pero hermosas – a cada sorbo mi entusiasmo crecía.
    Aquellos cocos estaban lejos del mar seductor, estaban rodeados de tierra dura, bañados en sol encarnizado. Pero tal como los cocos que tenían dentro el mar, estos se fundieron con el sol en las espigadas flores amarillas.
    A cada año volvían, como olas de crestas amarillas, a inundar aquellas tierras de mi infancia, a cada año volverán capitaneando el ciclo de sol y renacimiento en mi tierra.
    Aprendí en una tarde con los cocoteros de mi abuelo que la vida es efímera, provisoria, delicada. En otra aprendí, que es orgullosa, altiva, petulante, magnífica.
    Aprendí con aquellos espinosos cocoteros a renacer a cada mañana, a renovarme con el sol en ciclos cortos. Aceptando serenamente el sol intempestivo, porque envuelto en su vigor, en su furia, están las flores.
    Que no se espera la primavera para florecer si uno es cocotero.
    En aquellas tardes solemnes aprendí que yo cocotero, espinoso, con hojas filosas como bisturís vegetales, puedo florecer deslumbrante.
    Ahora respondo con mi abuelo a la pregunta: Como van sus cocoteros?
    - Bien- No hay otra respuesta posible. Los cocoteros y la vida son obviamente magníficas.

    Basta de cocos – pensé. Me tomé una copa mas de vino y salí a cenar.
     
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