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La casa ciega

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Cuéj, 6 de Junio de 2016. Respuestas: 0 | Visitas: 259

  1. Cuéj

    Cuéj Poeta recién llegado

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    Hace algún tiempo que Juan Pintos vive en el techo de su casa. Había comenzado a subirse por las tardes y decía que se sentaba en el techo “como cualquiera se sienta en el frente a tomar mate”.

    Primero subía una silla y la radio, pero desde hace un tiempo hay arriba de su casa: una cama, la heladera, la cocina, una mesa y una escopeta.


    La casa había tenido un amplio ventanal en el frente, junto a la entrada, pero hace un tiempo se encuentra totalmente sellada. La pintura desigual en la pared, de desparejos tonos blancos, delatan el rectángulo de una abertura que ya no existe.

    El frente está cubierto por un voluminoso verde pasto crecido, y un camino marcado por algunas piedras, ligeramente curvado hacia un portón central.


    Juan Pintos sube y baja del techo por un álamo inmenso que se alza justo por detrás de la pared posterior. Es un hombre de unos cincuenta años de edad. Hace algo más de cinco que está viudo y desde entonces ha vivido solo. Dada su extraña actitud, ha perdido todo trato con buena parte del vecindario. Salvo por sus vecinos de enfrente: Francisco y Ema, la gente ha optado por tomarlo como un mero espécimen de zoológico.


    Franciso y Ema jamás han pasado por la puerta de la casa sin saludarlo. El hombre, a lo lejos, corresponde a su vez el saludo, levantando el brazo extendido sobre su cabeza, y meneando ligermante los dedos.

    -A ver cuándo se va a bajar de ahí, Juan; le grita a veces Ema, y sigue de largo para el almacén, la panadería o donde sea que vaya un ama de casa de barrio común y de edad mediana.

    Francisco, por su parte, luego de volver del trabajo, se para frente al portón, y con el termo bajo el brazo, le habla a gritos sobre cualquier asunto sin importancia del momento.

    -Juan, ¿no escuchó los titulares del informativo?, parece que se viene tormenta y granizo, le decía particularmente aquella tarde. Pero Juan sólo asentía con la cabeza, y con un ademán displicente le quitaba cualquier importancia al asunto.


    Ya en su casa, Francisco escarbaba insistentemente la yerba del mate con la bombilla, cuando Ema regresaba del almacén:

    -Escuchame, le dijo, tenemos que hacerlo bajar de ahí. Si le agarra agua a la heladera y a la televisión no van a servir más para nada.

    Ema dejó la bolsa sobre una silla y resopló:

    -Yo no puedo obligarlo. El tipo es feliz en donde está y ahí se va a quedar hasta que muera.

    - Me importa poco que se muera o no, dijo Francisco avanzando sobre Ema, pero no puedo dejar a que se estropeen las cosas. Ésas son nuestras cosas por derecho. El tipo no tiene a nadie, y nosotros somos lo más cercano que tiene.

    Ema miró a su marido a su vez desafiante, y una sonrisa irónica se dibujó en su rostro:

    -¿Y para qué le salvaste la vida, entonces? Tenías que haberlo dejado desangrar. Te dije que no salgas, pero vos nunca me haces caso. ¿Y ahora querés que yo haga bajarlo? Si ni siquiera sé para qué se subió.

    Francisco avanzó sobre su mujer y la abofeteó en la cara, y enseguida se contuvo:

    -Está bien, con pelearnos no vamos a lograr nada, dijo. Tengo un plan pero vos tenés que ayudarme. Si todo sale bien vamos a poder tener dos heladeras, televisión, estufa y colchón nuevo.


    Ema se quedó cabizbaja. Miró a su esposo pero no dijo nada. Caminó dos pasos hacia el frente de su casa y dirigió su vista al ancho contorno del ventanal.

    Afuera, la luna menguaba por detrás de la casa de su vecino, una luz insomne que parecía dotar de movimiento los objetos lejanos en el techo. Juan, su vecino, parecía un objeto más. El álamo sacudía frenético sus hojas como fiel testigo de su tristeza, y las innúmeras hojas del árbol dotaban de cabellera al blanco gastado de la fachada. Por detrás del vidrio, a trasluz de su rostro, veía cómo la noche avanzaba cubriendo al mundo del mismo color amoratado de su pómulo.


    A la mañana siguiente Ema se despertó cansada. Notó que le dolían particularmente las sienes. Sin duda, había dormido tensa. Si bien ya otras veces le había sucedido esto, esta vez el dolor era más intenso, más punzante. Pensó, una vez más, que el colchón estaba viejo y que hacía tiempo debía haberse reemplazado. Se dirigió a la cocina, tomó un vaso, lo llenó de agua y lo dejó en la mesa junto al blister de analgésicos que siempre estaba allí. Miró las pastillas y vio que sólo quedaban 5, y entonces experimentó una leve sensación de angustia. Las 5 pastillas correspondían a la mitad exacta del paquete, de manera que la otra mitad del blister estaba completamente vacío.

    Aún en pijamas, bostezó tomándose los hombros con ambos brazos cruzados sobre su pecho. Miró hacia atrás, a su alrededor, y se encontraba totalmente sola. Pero eso no le sorprendió, porque siempre estaba sola a esa hora de la mañana. Su marido era obrero industrial, y apenas si pasaban veinte minutos de las 5 cuando se iba. Las 5 era la hora en que sonaba estrictamente el despertador desde hacía algo más de doce años, y Ema ya le había tomado particularmente fastidio a ese número. Francisco se despertaba, iba al baño, ponía el agua del mate a calentar, y se iba sin siquiera despedirse de su mujer. Ella, entre sueños, apenas si llegaba a distinguir entre las sábanas que había un cuerpo que faltaba, cuando entonces descubría que había más espacio en la cama, y que podía salirse de su lado, y estirarse larga tal cual era por toda la superficie del colchón.


    Ema finalmente se decidió a quitar una de las pastillas del blister y le tranquilizó que sólo quedaran 4. Hace tiempo se había dado cuenta que los números impares le producían una cierta sensación de incomodidad, pero no lograba deducir la razón de fondo de su malestar. Sólo cuando volvió a dejar el paquete en la mesa se dio cuenta que habían ahora 6 espacios vacíos, y cuatro llenos. Le pareció extraño el hecho de que si sólo hace algunos segundos había el mismo número de espacios llenos y vacíos, por el sólo hecho de quitar un comprimido, se hubiera determinado una diferencia de dos entre ellos, y no de uno, como era de esperar. Pensó en sus cuarenta años, en su mitad de vida transcurrida, y le angustió particularmente el plástico aplastado de los espacios vacíos del blister. Tomó una lapicera y anotó en un papel la palabra ANALGESICO. Cuando colgó el papel en la heladera advirtió que no había tildado la letra “E”, y lo hizo. Sólo entonces tomó el vaso de agua que estaba sobre la mesa, e ingirió el analgésico que hacía rato tenía en la mano.


    Juan estaba mirando televisión y cocinando sobre el techo de su casa, cuando Ema apareció en el portón. Le gritó dos veces y recién a la tercera pudo oírla. Él la saludó con una mano, pero ella le hizo señas para que se apoximara. Juan apagó la hornalla de la cocina, y bajó por el álamo:

    Juan, tengo que hablar con ud, le dijo Ema.

    Juan, sorprendido, abrió el portón y le dijo “Pase”. Enseguida se sentaron en un banco próximo a la entrada. El viento removía violentamente el pelo de la mujer y ésta buscaba sostenérselo con ambas manos:

    -Escúcheme Juan, le dijo finalmente, no está bien lo que ud. está haciendo. Ahí arriba corre un gran peligro. Teniendo casa ud. no debería vivir en la intemperie. Vea la tormenta que se viene. Además podrían robarlo, golpearle o quién sabe.

    Juan le señala la escopeta sobre el techo y se sonríe.

    -No se preocupe vecina que acá estoy mejor que en cualquier lado. Del mismo modo que un perro busca un lugar en la casa para hacerse la cucha, yo me fui pál techo y estoy bien.

    - Pero dígame, ¿no pasa frío, no le da el sol, no lo molestan los insectos? ¿Y si llueve?, volvió a insistir Ema.

    - Y si llueve me mojo, y si hace frío me tapo. Yo le hablo de sentirse bien y usted me habla de comodidades. Ud. me conoce desde hace tiempo, vecina, y sabe bien cómo yo era, y cómo soy desde que se murió mi Olga. Yo sé que fue la casa la que me la mató. Y también sé que ahora me quiere matar a mí. Hay casas que no quieren que nadie las habite, son casas ciegas, el que vive ahí adentro lo único que hace es ver oscuridad. Por más que uno abra la ventana o las puertas, la luz es poca, siempre falta. Yo no quiero terminar igual que ella, pobrecita... Y entonces, como no me puedo mudar, bueno, me viene pal techo.

    Ema sintió un cierto escalofrío al ver el ventanal tapiado. Entonces recordó su ojo amoratado y de que había olvidad maquillárselo para disimular, como siempre hacía. Buscó igualmente disimular.

    -Mire, si ud. no está a gusto en su casa hay otras maneras de resolverlo. La mía es chica pero donde caben dos...Además puede traer sus cosas.

    -De ninguna manera, se adelantó Juan. Yo no soy quién para meterme en casa ajena y ésta me costó mucho trabajo hacerla. Además, entre nosotros, su marido no me cae bien. Yo podría vivir muy bien con ud. pero no con su marido. No se asuste. Hay dos tipos de personas en el mundo: unas, como Yo, ud. mi Olga, personas que sabemos que

    las cosas del mundo no son sólo cosas, que hay misterios y sombras por acá y por allá, más abajo de lo que se vé, y otras que son puro reflejo, como su marido. Dígame, todo eso fue idea de él, ¿no?... Y de eso... dijo, mientras señalaba el ojo morado de la mujer.

    -¿A qué se refiere?, dijo ella avergonzada, mientras torcía el rostro ocultándolo a la vista de Juan.

    -No se preocupe. Mire, dijo él buscando no incomodarla, sé que su esposo quiere quedarse con mis cosas. Lo sé desde hace tiempo. Cuando intenté matarme fue él el que me compró el arma. Me dijo que me la daba por mi seguridad. Fue como ponerle una bolsa de caramelos adelante a un niño y decirle: “no la toques”.

    Ema sintió nuevamente como alfileres que se le clavaban en las sienes, cómo las palabras le entraban por los tímpanos y se acumulaban presionando ambos lados de su cabeza. Ya no quería escuchar más, pero Juan enseguida prosiguió:

    - Yo me encontraba muy deprimido y no me daba cuenta de nada. Pero no sé porqué después también me salvó la vida. Capaz que tanta sangre lo impresionó, o no esperaba que lo hiciera en el frente. Él creía que me iba a pegar el tiro en mi casa, adentro, pero yo no iba darle ese gusto a ella, dijo Juan al tiempo que señalaba su casa. Le tapé la ventana para que no me viera esa misma tarde, y de noche... ud. ya sabe lo que pasó.


    Ema se perdió en el estruendo del motor de una motocicleta que en ese momento pasaba velozmente a sus espaldas. Quedó mirando a lo lejos del camino, por donde había desaparecido el vehículo, y esperó a que el sonido se extinguiera por completo. Las pulsaciones a ambos lados de su cabeza no la dejaban pensar con claridad, y creyó que lo mejor era irse.


    Juan la vio levantarse:

    -No espero haberla incomodado, le dijo.

    Ella lo miró y le sonrió levemente:

    -No se preocupe Juan, ud. es un buen hombre, le dijo, y desapareció, cerrando el portón, cruzando la calle hacia su propia casa.


    Al regresar Francisco por la tarde, se hizo el mate más rápidamente que lo habitual, y recién luego advirtió que Ema no estaba en la casa. Dirigió inmediatamente la mirada hacia el frente, y vio a su vecino que aun seguía encima del techo.

    -Ésta tarada no le debe haber dicho nada. No sirve para nada esta mujer, se decía para sí mismo, al momento que entraba Ema.


    -¿Fuiste a hablar con Juan o no?, dijo, sin saludarla.

    - Sí, le respondió su mujer, mientras quitaba la carne picada de su envoltorio, y tiraba la bolsa vacía manchada de sangre a la basura. Tomó una cebolla y comenzó a picarla sobre una tabla.

    - ¿Y qué te dijo? ¿Por qué no lo hiciste bajar?, dijo Juan, al tiempo que miraba de reojo los titulares del informativo en la televisión, que advertían nuevamente altas probabilidades de lluvia.

    - Bajó, sí. Pero se subió de vuelta. Me dijo que se iba a quedar ahí. Que estaba a gusto.

    - ¿Pero éste es loco? ¿No sabe que se viene la lluvia? ¡Qué tipo pelotudo!, dijo, y comenzó a mirar por la ventana hacia afuera. Nubes enormes comenzaban a amotinar el cielo y a oscurecer el mundo más rápidamente que lo habitual.

    - A lo mejor habría que darle una cuerda así se mata en el fondo y no hay obligación de salir afuera a asistirlo, dijo Ema, despojándose de un sentimiento que la había estado atragantando.

    -¿Lo qué?, dijo Juan mirándola seriamente. ¿Qué querés decir yegua?, y avanzó rectamente hacia donde estaba Ema.

    Ella dejó la cebolla que había estado cortando a un lado de la tabla, y alzó verticalmente el cuchillo de manera mecánica. Ema sintió cómo una de sus lágrimas corría por su mejilla, y se preguntó si aquella lágrima no sería producto de la cebolla que había estado cortando, más que de sus emociones. Sintió cómo el agua resbalaba por su cara y cómo sus sienes dejaban de doler. Francisco quedó mirando a su mujer, con el cuchillo levantado, y alternaba su mirada que iba desde sus ojos al cuchillo y desde el cuchillo a sus ojos. Pasaron unos segundos en igual actitud en la que ninguno de los dos supo qué decir o supo qué hacer. En ese momento un trueno partía en dos el silencio por la ventana. Francisco lanzó un insulto y se lanzó frenético al amplio ventanal. Encima de la casa ciega, Juan se cubría con un gran nylon para no mojarse. Encima de la mesa, el blister de analgésicos y tres pastillas.
     
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