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El sanatorio

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Sira, 9 de Enero de 2014. Respuestas: 2 | Visitas: 394

  1. Sira

    Sira Poeta fiel al portal

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    16 de Abril de 2011
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    Parpadee un par de veces, procurando acostumbrar a mis ojos a la penumbra que me rodeaba. Por un instante, no supe dónde me encontraba y todos mis sentidos se aguzaron al máximo, tratando de mantenerse alerta: podía oír el atenuado sonido de unos pasos que prácticamente se arrastraban a duras penas por el suelo, el amortiguado sonido de unas ásperas toses a lo lejos y el ululante silbido del viento acariciando los cristales de la ventana.

    Una vez que mis pupilas se adaptaron a la oscuridad y vislumbré los contornos imprecisos de la sala en la que me encontraba, me tranquilicé - si bien tan sólo vagamente - . Todavía no conseguía habituarme a aquella diminuta habitación, que se trataba más bien de un barracón de enfermos, en honor a la verdad. Desde el preciso momento en que el tan coreado “Estado de Bienestar” se había derrumbado definitivamente, las personas de recursos modestos como yo misma debían contentarse con las migajas de una atención médica a todas luces insuficiente en la mayoría de los casos. Ya había visto morir en aquella misma sala a demasiada gente, y aun atontada por el delirio y por la fiebre, era capaz de recordar a la pareja de camilleros que, ojerosos y demacrados, se llevaban los cadáveres sin más; cubiertos apresuradamente con una sábana amarillenta.


    Cuando mi conciencia estaba lúcida, a intervalos irregulares, me preguntaba si acaso correría yo la misma suerte. Si moriría sin pena ni gloria, debatiéndome en vano por respirar, barrida del mapa por una simple neumonía que, en otro momento y lugar, con toda probabilidad hubiera podido ser atendida satisfactoriamente y sin mayores problemas.


    No obstante, lo peor había pasado ya; o al menos, eso me había dicho la enfermera que me había salvado la vida a fuerza de suministrarme antibióticos que, yo lo sabía mejor que nadie, superaban con mucho el tratamiento que podía costearme. Ignoraba por completo los motivos tras su conducta, pero no pude menos que sentir un escalofrío al evaluar los posibles acicates que tal vez se ocultaban tras esa aparente y desinteresada - ante todo, injustificada - nobleza.


    En cualquier caso, poco importaba. Me habían comunicado que me darían el alta en cuestión de pocas horas, ya que estaba lo suficientemente restablecida como para caminar por mi propio pie.


    Me estiré en la escasa medida que me permitía mi litera; y es que el espacio era tan limitado que se las habían ingeniado para aprovechar hasta el último intersticio. Los enfermos de gravedad ocupaban las camas de abajo, mientras que los pacientes más estables que no precisaban supervisión médica constante dormían arriba. Aquella noche era notablemente silenciosa dado que me encontraba sola en la habitación, cosa que ocurría por vez primera desde mi ingreso; la anciana que compartía el catre conmigo había dejado, de súbito, de respirar. Había muerto con la misma celeridad y discreción con la que se desprende una hoja marchita, melancólica y mansamente, como si no deseara importunar a nadie con su marcha.


    Con estos pensamientos en mente, debí de sumirme en un fugaz estado de duermevela porque volví a despertarme de golpe, sobresaltada por alguna razón que no podía explicar. Afiné el oído una vez más, tratando de captar los murmullos apagados y los pasos renqueantes que se podían escuchar en la clínica sin importar el momento del día o de la noche. Es por todos sabido que tanto la vida como la muerte no respetan horarios.


    En ese preciso instante, noté que el vello de mis brazos y de mi nuca se erizaba como si una ráfaga de viento gélido hubiera invadido la sala en que me encontraba. Sin saber muy bien por qué, me ovillé bajo la delgada manta y me cubrí hasta la cabeza, permaneciendo perfectamente inmóvil y replegada sobre mí misma, adoptando la típica posición fetal.


    Fue entonces cuando escuché una acompasada, sosegada respiración. Había alguien más en el cuarto; concretamente, en la litera de abajo.


    - Buenas noches. - Me saludó una voz cortés, modulada y masculina. - Qué noche tan deliciosa, ¿verdad, Esther? Ya iba siendo hora de que nos conociéramos en persona.


    El terror me atenazó la garganta como si de una garra de hierro se tratase, dificultando aún más si cabe la respiración a mis propios y malheridos pulmones. ¿Quién era aquel extraño? ¿Cuándo había entrado? Y lo más importante… ¿Por qué sabía mi nombre?


    - No es necesario que digas nada, chica. Al fin y al cabo, soy yo quien he venido expresamente para hablar acerca de ti y tu patética existencia. Sobre qué clase de persona eres, lo estúpido de tus decisiones... en fin, todo aquello que te configura como un ser humano imperfecto, incompleto e indigno a todas luces. ¿Me harías el favor de escucharme y de no interrumpir mi relato bajo ningún concepto? Consideraré ese abrupto gorgoteo de tu garganta como una respuesta afirmativa, de modo que ¿te importa si comienzo ahora mismo?


    Y así permanecí, no sé si durante segundos, minutos u horas. Encogida en la más absoluta oscuridad, circundada por el más insondable silencio. Un silencio imperturbable, a pesar de la voz aterciopelada que me hablaba sin cesar, cercana y desconocida a un tiempo, susurrándome acerca de mis secretos, de mis remordimientos y de mi conciencia culpable que, obstinada, repetía los mismos y viejos círculos viciosos de siempre. Demasiado estólida, ingenua y torpe. Demasiado cobarde, en el pleno sentido del término.


    Yo lloraba sin perturbar el inquebrantable silencio. Sin saber a ciencia cierta si aquella voz maldita y condescendiente brotaba de forma extrínseca o intrínseca a mi ser. El miedo que inundaba hasta el recoveco más recóndito de mi alma era, sin embargo, tan avasallador y tenaz que sabía que se trataba, en el fondo, de un detalle irrelevante.


    Un golpe seco en la escalera me sacó de mi ensimismamiento y entonces pude ver, con inusitada claridad, aquel par de grandes manos sujetándose a los bordes de mi lecho; izando ese otro cuerpo - quizá desconocido, quizá no - desde las más primigenias, inabarcables tinieblas.


    Sólo entonces desperté. En mi propia y vacía cama.


    FIN
     
    #1
  2. azulalfilrojo

    azulalfilrojo Poeta que considera el portal su segunda casa

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    6 de Octubre de 2011
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    Un relato inquietante, como poco. Original historia que has llevado de manera brillante. Un placer pasar.
    Besos, poetisa.
     
    #2
  3. Sira

    Sira Poeta fiel al portal

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    16 de Abril de 2011
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    Gracias, mi querido amigo. A decir verdad, ésta es una narración de uno de mis sueños; tal y como deja entrever el relato. En cierto modo, todo lo que he narrado aquí fue real para mí.
     
    #3

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