A Mayra, mi hija

Probablemente ya estés despierta y tendida sobre la cama, viendo la tv y pensando de qué manera fue que te quedaste sola, aun antes de despertar, cuando soñabas, alguna vez quizás, que abrías los ojos y me mirabas esperando el beso de buenos días y un te quiero mucho de amanecida. Probablemente tengas en tu mano somnolienta un cariñito guardado para mi cara que se ha roto de las lágrimas por no estar contigo y levantes tu pequeño brazo que inunda el vacío y la brecha que he sentenciado entre nosotros, pequeñita mía, la geografía abrupta de esta ciudad que es a veces minúscula y otras interminable. ¿Te preguntarás, ya sembrados tus siete años, si Santiago centro es como otro país u otro mundo donde me he exiliado?, ¿o si en estas calles se pierde la gente como Alicia en un País de pesadillas?
Camino y pienso, por San Isidro hacia Alameda, que en verdad el tiempo no se detiene, que las horas transcurren a menor velocidad por la ausencia y que cada día que me pierdo de ti es un año que le resto a mi vida, desde el punto crucial en que ya no hay retorno; porque en la vida los hechos, hija mía, no son como las estaciones y donde alguna vez hubo primavera, ya jamás volverán las rosas.
Ciertamente esta ciudad es un opaco laberinto de esquinas que lo retuercen todo y conspiran contra el hecho innegable de que probablemente ya ni siquiera te despiertes y preguntes qué tanta ciudad alcanza entre tú y yo, como para que no me encuentres… y vuelvas, una vez más, a cerrar tus ojitos para hacer costumbre mi ausencia y un hábito mi voz.