El matojo

El matojo portaba mil bichos. De esos mil, digamos novecientos, eran de buena familia y otros cien de no se sabe dónde.
Seguían girando confundidos en la belleza de aquel paraje desierto, como de película de indios y vaqueros con cristales de color en la cámara para resaltar el cielo.
Quedaban ochocientos en la enésima vuelta y todos aferrados a un sueño clavaron sus patas y dientes picudos a la superficie móvil que les llevaba.
Por fin doscientos atracaron en el descanso del viento y llegaron a la tierra santa de la Cascarilla.
Prometiéndose felices días brindaron con pequeñas sobras de excrementos y restos orgánicos que vieron en aquel lugar al que habían llegado sin saber muy bien cómo ni porqué. Recordaron a los que quedaron por el camino y empezaron una nueva vida en aquel insólito habitat, renegrido por la dejadez del ser humano.
No hubo disputas ni guerras por nada, todos fueron eligiendo lugar para acomodarse y descansar del ajetreado trayecto. En el silencio de la noche pensaron lo absurdo de su existencia y volvieron a besar la tierra de la Cascarilla.
La Cascarilla, Tierra Santa para los bichos con la fuerza suficiente para aguantar las envestidas del viento.

Por la mañana temprano, casi sin luz, mil bichos aferrados a un matojo sin saber muy bien porqué ni hacia dónde irán, esperan a que el viento sople con fuerza y poder partir hacia lo desconocido.