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Tomás Salvatierra

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Nicolás Bascialla, 14 de Octubre de 2025. Respuestas: 3 | Visitas: 182

  1. Nicolás Bascialla

    Nicolás Bascialla Poeta recién llegado

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    27 de Septiembre de 2025
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    Hombre
    Hola estoy iniciando una novela, porfavor me gustaría recibir críticas o recomendaciones, Gracias.

    1
    Tomás Salvatierra vivía en un mundo de palabras. Su pequeña librería era un refugio donde los libros nuevos y usados se apiñaban en estantes hasta el techo, algunos con lomos gastados y olor a polvo, otros con tapas brillantes que reflejaban la luz del sol de la tarde. Entre ellos se movía con familiaridad, acariciando cada volumen como quien reconoce un territorio seguro. La soledad que lo acompañaba no era del todo amarga; era una quietud que le permitía escuchar su propia mente y pensar con claridad.

    Una tarde, mientras reorganizaba estantes y revisaba libros antiguos, un volumen gastado llamó su atención. Sin recordar haberlo colocado allí, lo tomó entre las manos. Al abrirlo, algo cayó al suelo: una carta cuidadosamente doblada. La levantó con curiosidad y la desdobló, leyendo palabras que parecían susurradas:

    “Querido Tomás aún no me conocés, pero yo sí.
    Ambos necesitamos la ayuda del otro.
    Confía en mí.
    Vení sin equipaje: acá encontrarás todo lo que necesitás.
    Vuelve a dejar esta carta en el libro y cerralo.”

    El corazón de Tomás dio un vuelco. No había remitente, ni pista alguna sobre quién podía haber escrito aquellas líneas. Sin embargo, algo en el tono seguro y urgente de la carta lo convenció de que debía creer. La guardó en el bolsillo, cerró el libro con cuidado y se detuvo un instante a contemplar su librería: su mundo entero, ahora llenándose de un misterio que lo llamaba.

    Esa noche, decidió llevar el libro a casa. Ya en la calle, sacó la nota, la guardó de nuevo en el libro y este en su mochila. Mientras la ciudad se oscurecía y la luz se filtraba por las ventanas, Tomás caminaba tranquilo por la vereda hasta la plaza frente a su casa Las sombras de los árboles se movían con el viento los escasos árboles de la plaza del barrio parecían infinitos esa noche y un aire húmedo llenaba sus pulmones.

    A cada paso, la rutina de su vida cotidiana se desvanecía. El murmullo de la ciudad quedó atrás, reemplazado por el canto de los grillos y el crujido de las hojas secas bajo sus pies. Tomás sentía que algo lo guiaba, aunque no podía ver nada más que la negrura entre los árboles y la luz débil de la luna.

    Finalmente, entre la bruma y los troncos antiguos, una claridad inesperada se abrió ante él: un claro en el bosque que parecía suspender el tiempo y el espacio. Allí, en medio de la quietud y la sombra, Tomás comprendió que ya no estaba en su mundo. Había cruzado un umbral, un lugar donde todo lo que conocía quedaba atrás y lo único seguro era el misterio que lo había llev
    ado hasta allí.

    2
    Tomás avanzaba con cautela entre los árboles, siguiendo el impulso que la carta había despertado en él. La luz de la luna se filtraba entre las ramas, iluminando senderos que parecían cambiar con cada paso. Todo era silencioso… hasta que un ruido extraño lo hizo detenerse.

    Un crujido de hojas secas y un murmullo apenas audible. Antes de que pudiera reaccionar, dos figuras emergieron de entre los arbustos: piratas, armados con dagas y espadas, con sonrisas crueles.

    —¡Eh, vos! —gruñó uno—. ¡deja todo lo que tenés , en el piso y corre!

    Tomás retrocedió, tropezando con raíces, mientras sus ojos buscaban una salida. Uno de los piratas se abalanzó sobre él, pero antes de que la daga lo alcanzara, un silbido cortó el aire. Una flecha se clavó en la tierra entre ellos, obligando a los atacantes a detenerse.

    Desde lo alto de un árbol, un arquero descendió con agilidad, tensando el arco de nuevo y disparando otra flecha que rozó la pierna de un pirata. Este maldijo y retrocedió, mientras el otro intentaba atacar a Tomás con un tajo rápido.

    Tomás esquivó por instinto, pero tropezó. Sintió la daga rozar su hombro, y entonces el arquero se lanzó sobre ellos: ágil, preciso, esquivando ataques y usando una rama para desarmar al primer pirata. Con un movimiento rápido y calculado, tiró la rama y golpeó al segundo, derribándolo al suelo, al levantarse los dos piratas escaparon corriendo.

    El silencio volvió al bosque, roto solo por la respiración agitada de Tomás y el suave crujido de las hojas. El arquero bajó su arco y se acercó, los ojos fijos en él.

    —Estás a salvo, por ahora —dijo con voz firme—. Pero necesitás aprender a moverte en este bosque. Si querés sobrevivir, voy a enseñarte.

    Tomás, por primera vez comprendió que su mundo tranquilo había quedado muy atrás. Lo que comenzaba no sería solo un viaje: sería un entrenamiento, un aprendizaje que lo convertiría en alguien capaz de enfrentarse a lo desconocido.

    3
    Juntos caminaron por el bosque bajo la lluvia hasta que entre los árboles apareció una cabaña baja, hecha con madera vieja y techo de musgo. Darek empujó la puerta sin decir palabra; adentro, el aire olía a humo y resina.

    El joven se sentó junto al fuego, todavía temblando por la pelea. Darek dejó su arco sobre la mesa y revisó las flechas una por una, limpiándolas con un paño.

    —Tu puntería fue perfecta —dijo el muchacho, rompiendo el silencio—. Si hubieras querido, podrías haberlos matado a los dos.

    Darek asintió, sin levantar la vista.
    —Podía —respondió—, pero no quise.

    —¿Por qué?

    Darek sopló sobre una de las puntas metálicas antes de guardarla en el carcaj.
    —Porque la mejor pelea es la que no se da —dijo al fin—. Y porque todavía creo en el arrepentimiento.

    El muchacho lo observó, confundido.
    —¿Y si no se arrepienten?

    Darek levantó la mirada. En sus ojos, la luz del fuego parecía contener siglos de bosque.
    —Entonces el bosque los juzgará. No yo.

    Por un momento, ninguno habló. Afuera, la lluvia golpeaba el techo como si acompañara sus pensamientos.

    Darek se acomodó en su silla y añadió en voz baja:

    —Matar está mal —dijo Darek, y su voz se hizo aún más baja, como si hablara para que las llamas no se asustaran—. Imaginá un mundo en el que todos pudiéramos matar cuando quisiéramos: sería insoportable. Nada quedaría en pie salvo el miedo.

    Hizo una pausa, midiendo cada palabra.
    —Pero también pienso otra cosa —continuó—: si para mí matar puede estar justificado por una razón, tal vez lo esté para otro. Por eso no sirve vivir a merced de los impulsos ajenos. Lo que hace posible la vida en común es que detenemos lo que está mal para cualquiera por una ley interior.

    El muchacho lo miró, sin comprender del todo. Darek clavó la vista en el fuego.
    —Si todos compartiéramos esa misma moral interna —dijo—, si cada quien se impusiera la misma ley que querría para todos, entonces seríamos realmente libres. La única autoridad sería la de nosotros mismos, y esa obediencia mutua sería la verdadera libertad.

    Guardó silencio. Afuera, la lluvia parecía haber perdido fuerza. En la cabaña, las sombras volvían a sus lugares; el muchacho sentía que algo en él cambiaba, como si una puerta hubiera sido apenas entreabierta.

    4
    A la mañana, el sol salió radiante. Darek despertó a Tomás y le dijo que su entrenamiento empezaba. Su primera tarea fue cortar leña. Le explicó que no debía mover el hacha solo con la fuerza de los brazos, sino con todo el cuerpo. Como los troncos ya estaban cortados, debía dejarlos en el piso y cortarlos en piezas más pequeñas. Para eso, lo mejor era hacer una sentadilla mientras el hacha bajaba sobre el tronco, aprovechando la fuerza de las piernas y el peso del cuerpo.

    Tomás tomó el hacha con cuidado y se concentró en coordinar su cuerpo. Al primer intento, el golpe fue torpe y la madera apenas cedió. Darek lo observaba con paciencia, pero no dijo nada.
    —Sentí cómo tu cuerpo acompaña al hacha —dijo finalmente—. No empujes, dejá que tu peso haga el trabajo.
    Tomás respiró hondo y volvió a intentarlo. Esta vez el hacha cayó con un chasquido firme, partiendo el tronco en dos. Darek asintió con una leve sonrisa.
    —Así se aprende. No solo se trata de fuerza, sino de atención y ritmo.

    Lo mismo sirve para cualquier tipo de golpe. Para dar una estocada los brazos enfocan la espada, pero la fuerza sale de las piernas; o lo mismo ocurre con un golpe de puño: siempre tenés que pensar en cómo poner la mayor cantidad de músculos en movimiento.

    Darek dejó el hacha apoyada y tomó una espada de madera. La luz del mediodía brillaba en la empuñadura mientras se colocaba frente a Tomás con una postura relajada pero firme.
    —Mirá —dijo—. Los brazos solo guían. Si querés que la estocada tenga poder y alcance, empujá con la pierna delantera y rotá la cadera; el brazo llega después.

    Se movió con calma y, en un solo gesto, avanzó y extendió la espada. El golpe no fue rápido; fue inevitable, como si la punta obedeciera una línea trazada por todo su cuerpo. Tomás imitó, torpe al principio: la punta quedó corta y su pie trasero se arrastró. Darek corrigió la colocación de sus pies con una mano en la cadera y otra en el hombro del muchacho.
    —Respirá antes de avanzar —ordenó—. Si aguantás la respiración perdés ritmo y te trabás. El golpe viene con la exhalación.

    Luego mostró un golpe de puño: un simple uppercut dirigido a un tronco sostenido como blanco. Antes de lanzar el brazo, flexionó las piernas y empujó el suelo como si quisiera lanzarse hacia arriba; el puño subió con fuerza y casi partió la madera.
    —¿Lo ves? —dijo Darek—. No es el hombro quien pega; son las piernas, la cadera, el torso y, al final, el brazo. Todos empujan juntos.

    Tomás practicó una serie de estocadas y golpes, primero sin fuerza, sólo para aprender la coordinación; luego, con cada repetición, su cuerpo empezó a entender la cadena de movimientos. Al caer la tarde, estaba sudoroso, con la ropa pegada al cuerpo, pero con la espalda más recta y los ojos más atentos. Darek sonrió, satisfecho.
    —Hoy aprendiste a no malgastar fuerzas —dijo—. Mañana veremos qué pasa cuando lo que parece simple se convierte en velocidad.

    Después de la charla, Darek se levantó y señaló un claro entre los árboles donde la luz del atardecer entraba suave.
    —Antes de que termine el día, quiero enseñarte algo más —dijo—. La meditación. No es solo sentarse y cerrar los ojos; es aprender a calmar la mente, a escuchar tu respiración y a sentir cada movimiento de tu cuerpo.

    Tomás se sentó frente a él, imitando la postura de Darek. El guerrero cerró los ojos y respiró profundo, lento y constante.
    —Primero, sentite presente —susurró Darek—. Nada de lo que pasó hoy ni lo que vendrá importa ahora. Solo tu respiración y tu cuerpo.
    Al principio, Tomás no podía dejar de pensar en los golpes, en los troncos, en la espada. Darek, con paciencia, lo guió:
    —Cada vez que la mente se escape, traela suavemente de vuelta. Eso también es entrenamiento. Aprender a dominar tu mente es aprender a dominar tu fuerza.

    Cuando el sol desapareció detrás del bosque, Tomás sintió algo diferente: una calma que no había experimentado antes. Sus músculos seguían cansados, pero su mente estaba alerta, quieta, lista. Darek abrió los ojos y le sonrió.
    —Eso es todo por hoy. Mañana será otro día, y tu cuerpo y tu mente seguirán aprendiendo juntos.

    5
    Amanece, y Darek le explica a Tomás que a partir de hoy le enseñaría sobre arquería. Parecía que tiempos violentos se aproximaban y era mejor saber pelear: los asaltos de piratas eran cada vez más frecuentes, y hasta los árboles parecían susurrar rumores de ataques por todo el bosque.

    —Lo primero es esto —dijo Darek—. Te voy a mostrar el camino del arco porque es el que más he recorrido. Pero no por eso es necesariamente el mejor, ni tampoco un buen camino. Los caminos de la verdad, de la bondad y de la justicia no necesitan armas. Espero que pronto puedas andar esos caminos.

    Después de desayunar, salieron por el bosque. Darek tomó el arco que acostumbraba usar y le dio otro a Tomás.

    —A medida que tu musculatura se vuelva más fuerte —le explicó—, también deberás usar arcos más potentes. No sirve de nada un arco que no puedas tensar correctamente, ni uno que te exceda. La fuerza del brazo y del cuerpo debe ir de la mano con la fuerza del arco.

    Se dirigieron a un claro donde la luz del sol iluminaba un blanco improvisado: un tronco marcado con círculos.

    —Primero, la postura —dijo Darek—. Los pies separados a la altura de los hombros, el cuerpo firme pero relajado. La flecha no se lanza solo con los brazos; todo tu cuerpo participa.

    Tomás imitó, torpe al principio, desequilibrándose ligeramente. Darek se acercó y le ajustó los hombros:
    —No solo apuntes con los ojos, apunta con la intención. La mente debe estar tan quieta como tu cuerpo.

    Darek señaló la mano que sostenía el arco:
    —No la aprietes. Si lo agarras, descargás toda la tensión. Solo apoyalo en la palma abierta. Los dedos se cierran después, cuando la flecha esté en el aire.

    Luego tomó otra flecha y se la dio a Tomás:
    —Si tomás la cuerda con la mano derecha, tenés que mirar con el ojo derecho. La alineación es todo. Primero, usa los brazos para tensar, pero después sentí la fuerza en la espalda. Intentá unir los omóplatos; ahí está la verdadera fuerza. No es solo el brazo quien sostiene la flecha, sino todo tu torso.

    Tomás respiró profundo y volvió a tensar. Esta vez sintió cómo la fuerza se distribuía por su cuerpo, y la flecha quedó más firme sobre la cuerda.
    —Eso es —asintió Darek—. Cada parte de tu cuerpo debe trabajar con la otra. La flecha no miente: si no estás concentrado o relajado, lo sabrá y fallará.

    Tomás lanzó su primer disparo y la flecha cayó lejos del blanco. Darek no lo reprendió; simplemente dijo:
    —No busques la perfección. Busca atención. Cada disparo es un paso hacia el dominio de ti mismo y del arco.

    Respirando hondo, Tomás concentró su cuerpo y su mente. La segunda flecha fue más certera, la tercera aún mejor. Darek asintió con aprobación:
    —Bien. Recordá siempre esto: el ojo, la mano, la espalda y la respiración deben trabajar juntos. Si uno falla, la flecha también falla. El arco refleja tu calma y tu intención.

    6
    El amanecer llegó sin ruido.
    La bruma cubría el suelo, y el bosque parecía dormir con los ojos abiertos.
    Darek caminó delante, ligero, sin mirar atrás.
    Tomás lo siguió con el arco al hombro, cuidando de no romper el silencio.

    Llegaron al claro donde el día anterior habían practicado.
    El tronco del blanco seguía allí, con las marcas de las flechas.
    Darek se detuvo un momento, respiró hondo y dijo apenas:

    —Hoy el arco te va a enseñar a vos.

    Tomás no preguntó nada.
    Sintió el peso de la cuerda, la tensión entre sus dedos, el aire que oponía resistencia.
    Tensó. Soltó.
    La flecha se hundió en la madera con un sonido sordo.

    —Otra vez —dijo Darek.

    Y así repitió el gesto.
    Una, dos, diez veces.
    Cada disparo era un suspiro distinto del bosque.

    Darek lo observaba sin moverse.
    Cuando al fin habló, su voz sonó como el viento entre las ramas:

    —No dispares para acertar.
    Dispará para desaparecer.

    Tomás cerró los ojos y tensó otra flecha.
    Sintió la cuerda rozarle la mejilla, el pulso del aire, el corazón dentro del pecho.
    Cuando soltó, no oyó el impacto.
    Solo un silencio limpio, como si el bosque hubiese respirado con él.

    Darek asintió.
    —Eso es. El arco no lanza flechas, lanza intenciones.

    El sol comenzó a caer detrás de las copas.
    Regresaron en silencio, cada paso más lento que el anterior.
    El aire tenía ese olor a tierra mojada que anuncia el descanso.

    Al llegar a la cabaña, Tomás se detuvo a dejar el arco.
    Entonces notó que Darek no lo seguía.
    El maestro estaba quieto, unos pasos atrás, mirando hacia el bosque.

    Entre los robles, una figura alta se delineaba contra la luz del atardecer.
    Su cuerpo era humano, firme, pero parecía moverse con la respiración del bosque.
    No caminaba: avanzaba despacio, como si cada paso naciera de la tierra.
    El cabello le caía sobre los hombros, reflejando destellos de hojas y sombras.

    Tomás no oyó palabra alguna.
    Solo vio a Darek inclinar la cabeza, como quien escucha algo sagrado.
    El viento se detuvo.
    Las hojas quedaron suspendidas, expectantes.

    La figura levantó una mano.
    Por un instante, su sombra se confundió con el tronco de un viejo roble
    y, cuando la brisa volvió, ya no estaba.

    Darek permaneció inmóvil un instante.
    Luego se volvió hacia la cabaña, el rostro grave y sereno.
    .
    Y entró sin decir más.

    Tomás quedó solo afuera, con la sensación de que el bosque acababa de guardar un secreto que aún no le pertenecía.

    En la cabaña, el fuego apenas respiraba dentro del brasero.
    Tomás se sentó frente a Darek, con el arco apoyado junto a la puerta.

    —¿Qué es eso que mencionaste… de disparar y desaparecer? —preguntó Tomás.

    Darek levantó la mirada, sin apuro.
    Por un momento pareció buscar las palabras en el humo.

    —Cuando querés acertar —dijo al fin—, estás dividido.
    Una parte tuya mira el blanco y la otra se observa a sí misma, preguntándose si podrá lograrlo.
    Esa grieta entre vos y el gesto es lo que desvía la flecha.

    Tomás lo escuchaba en silencio.

    —En cambio —continuó Darek—, cuando desaparecés, el disparo ocurre solo.
    No hay quien tire ni quien reciba.
    Solo hay el instante, completo, sin deseo.
    Ahí la flecha encuentra su camino, porque vos ya no lo estorbás.

    El fuego crujió, y un hilo de luz roja dibujó el rostro del maestro.

    —No busques dominar el arco —dijo—.
    Buscá volverte parte de su respiración.
    Si desaparecés, todo acierta.

    Tomás bajó la vista.
    Sintió que no entendía del todo, pero algo dentro de él —una calma nueva, una certeza sin forma— había empezado a moverse.

    Darek lo miró en silencio un largo rato.
    El fuego se reflejaba en sus ojos, como si también estuviera pensando en partir.

    —El tiro perfecto sucede cuando el arquero ya no está —dijo.
    No hay sujeto ni objeto, solo el movimiento.
    “Disparar para desaparecer” es eso.

    Guardó silencio un instante, y luego añadió, con una voz más baja:

    —Pero hoy, Tomás… yo soy el arquero, y vos sos la flecha.
    Debo dejarte que des en el blanco.

    Tomás alzó la vista, sin entender del todo.

    —Nuestras clases han terminado —continuó Darek—.
    Hay un castillo en las montañas.
    Puede que el rey necesite tu ayuda.
    También encontrarás allí a un gran maestro de armas llamado Toren.
    Decile que te enseñe algunas técnicas… él sabrá cómo hacerlo.


    Darek se levantó despacio, tomó su arco y miró hacia la ventana, donde el amanecer ya empujaba la oscuridad.
     
    #1
    Última modificación: 7 de Noviembre de 2025
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  2. Alde

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    Una elocuente narración.
    Para mi, una gran aventura.

    Saludos
     
    #2
  3. Nicolás Bascialla

    Nicolás Bascialla Poeta recién llegado

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    Gracias
     
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  4. Nicolás Bascialla

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