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100 Viajes a la tierra

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por ajo de mani, 16 de Octubre de 2025 a las 8:36 PM. Respuestas: 2 | Visitas: 41

  1. ajo de mani

    ajo de mani Poeta recién llegado

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    100 Viajes a la Tierra

    Max, un simple hombre abordando una nave espacial, estaba en un servicio higiénico, con la mirada al techo y los ojos cerrados, mientras escuchaba la dura música que salía de sus audífonos futuristas. Pasaba de canción en canción, mientras fuera de él no se oía más que los sonidos de su esfuerzo en el baño, y ese otro sonido que lo acompañaba… Su teléfono, también futurista, tenía un diseño muy sencillo y minimalista: era como si en sus manos sostuviera solo un vidrio oscuro que reproducía música.

    Una vez terminó de hacer sus necesidades, vio que se le había acabado el papel higiénico holográfico. No tenía otra opción más que bañarse, pero ¡boom!, tampoco había agua. De aquella ducha con IA solo caía agua “vaga” y normal, como la que utilizaban sus ancestros. Max, ni loco, se metería a eso.

    Después de esas dos cosas, se puso tan nervioso y angustiado que se le torció la espalda y se orinó encima. Salió del baño, y cuando su familia lo vio en la nave, se burlaron de él. El chico, aguantando las lágrimas, decidió ir por algo de comida para tener suficiente energía y poder ir al médico, que también había en la nave. Comió una fruta artificial y se marchó hacia un lugar donde nunca pensó ir.

    Veía las ventanas, y a través de ellas solo se distinguía un frío oscuro y poco abrazador. No quería caminar más, pero no tenía otra opción que seguir hacia el médico. Los doctores lo vieron y enseguida lo llevaron a emergencias, donde le limpiaron el trasero lleno de mierda. También le dieron una cita con un psicólogo, quien le entregó un espejo roto para que se viera y le dijo: —Tú no eres él… porque él es el espejo.

    Pero Max no fue el único que visitaría el hospital de la nave. No, no. Empezaron a llegar más personas con el mismo problema. Era imposible, pero algo estaba fallando en el sistema de la nave. Consultaron a la IA, y ella decía no ver nada. Miles de personas comenzaron a sufrir los mismos síntomas: se les torcía la espalda, se rascaban la cabeza con desesperación, necesitaban tener algo para identificarse. Todos fueron a rezar a sus ancestros, que estaban disecados como piedra en una habitación, muchos en poses raras, sin sentido, con emociones normales ya para la época: el simple desamparo, la soledad, el cansancio, la alegría, la euforia o algo más simple: la confusión. Todo eso se reflejaba en sus rostros disecados.

    Después de eso ocurrió un apagón en toda la nave. Todos fueron obligados a utilizar linternas en sus manos. Las pilas estaban absurdamente desgastadas, porque no se tenía pensado volver a usar ese tipo de energía.

    Ahí se dio un aviso a todos los habitantes de la nave: algo podría estar fallando por un tipo de energía desconocida que estaba interfiriendo con los sistemas. Todos comenzaron a asustarse. Eso nunca había pasado desde que tenían memoria.

    La gente empezó a rezar, mientras todos los artefactos de la nave enloquecían: cobraban vida, los parlantes emitían voces desconocidas, cargadas de emociones nostálgicas y melancólicas. Cada persona desconectó sus emociones del chip cerebral que llevaban implantado; preferían apagarlas antes de que se desbordaran y todo empeorara.

    De pronto, la nave empezó a caer sobre un planeta totalmente desconocido. Todos se quedaron mirando por la ventana más grande. Estaban a punto de estrellarse a una velocidad increíble. Tres... dos... uno... ¡BOOM!

    Max, tras quedar inconsciente, despertó entre los restos. La nave estaba destrozada: fuego, cuerpos, partes humanas y metálicas mezcladas. El planeta era una bomba gaseosa, con un suelo de cristal que solo reflejaba el desastre.

    Max sacó sus mega audífonos del bolsillo, se los colocó sobre sus ojeras, puso música y caminó entre los gritos y el dolor. Más personas que habían sobrevivido se unieron. Parecía que iban hacia alguna parte de la nave. Y así era: buscaban las naves de respaldo. Eran muy pequeñas y solo había 100.

    Inmediatamente todos se volvieron locos. Se rasguñaban, se herían con sus brazos mutantes —resultado de la nueva genética que habían desarrollado como humanidad—. Sus uñas, suaves y delgadas como hojas de papel, eran tan finas que podían causar una hemorragia con un solo rasguño. Sus dientes estaban calientes, y su voz, gruesa, sonaba como si hablaran por primera vez en su vida.

    La IA de la nave observaba todo, aunque también dañada por el choque. Analizó la situación intuitivamente y llegó a una conclusión difusa y dramática: decidió abrir las puertas donde estaban las naves de respaldo, pero solo para aquellos que siguieran un juego que ella había preparado. Cien ganadores ocuparían las cien naves.

    Todos, asustados, con la boca abierta y los ojos brillosos como niños recién regañados, no entendían nada. Luego de eso, la IA se apagó. No había reglas. No había juego.

    Quedaron en medio de la nada. Pasaron minutos. Un gordo de gran estatura levantó la mano y gritó: —¡Yo sé cuál es el juego! Algunos lo miraron, otros solo escucharon. —¡Hay que matarnos entre todos hasta que solo queden cien! —gritó, mientras su voz se quebraba y se volvía más aguda.

    Luego fingió un paro cardíaco, para evitar que lo mataran y quedar al final. La gente comenzó a reunirse misteriosamente. A simple vista quedaban poco más de mil personas.

    El primer grupo que se formó fue el de adolescentes, que con los artilugios de sus relojes se transformaban en bestias cibernéticas. El segundo grupo fue de parejas románticas, que aunque no sentían nada uno por el otro, se amarraban con las pieles y colas sobrantes de sus cuerpos mutantes, para no hacerse daño. El tercer grupo, al que se unió Max, era más simple: jugaban a las cartas, una especie de “verdad o reto”. Quien no quisiera participar debía jugar a la ruleta rusa. Como no tenían armas, una IA defectuosa —una doctora— los inyectaba con sustancias al azar.

    En ese grupo entró la mayoría de la gente. El juego empezó. Al principio, las verdades y retos eran lentos y privados, pero con el tiempo la necesidad —hambre, frío, incluso excitación sexual— los volvió más intensos. Los retos se transformaron en pruebas para sobrevivir; las verdades, en confesiones que borraban cualquier identidad.

    Encontraron plantas, y quienes elegían “reto” las comían para probar suerte. También viajaban entre la niebla del planeta, solos, durante kilómetros, buscando algo.

    Max fue el único que eligió “verdad” siempre. Había algo en él que hacía que todos lo respetaran. Sus verdades eran tan oscuras que parecía que sus emociones no se habían apagado. Tal vez hubo un fallo en su chip cerebral.

    Pasó el tiempo y su grupo parecía mantenerse bien. Max construyó un teléfono intergaláctico que le permitía conectar con otras civilizaciones. Logró captar una primera señal, pero era una sociedad primitiva que jamás los rescataría. Siguió probando, hasta que un día encontró a un anciano que le habló desde un planeta lejano. El viejo se conmovió con su historia, pero le explicó que debía usar su nave para asistir a un cumpleaños, y cortó la llamada.

    Cansado, Max regresó. Entonces notaron que fuera de la nave estaban envejeciendo: se habían vuelto mortales. Antes, dentro de la nave, eran inmortales. Todo comenzó a derrumbarse. Las plantas se marchitaron. Los retos se volvieron más violentos.

    Empezaron a ingerir píldoras alucinógenas, a dormir por días, y hasta a intentar tener sexo (algo que no hacían hacía miles de años y ni siquiera sabían cómo hacerlo).

    A Max, desfavorablemente o quizás favorablemente, le tocó un reto: matar al grupo de las parejas “abrazadas”. Aquellos que se habían unido para no hacerse daño. Le dieron un hacha de la vieja escuela. Pero Max, aún sintiendo empatía, se negó. En su lugar, eligió la ruleta rusa con la doctora IA.

    Ella le aplicó una inyección. Era obvio que sería algo malo; lo único incierto era qué tan letal. La doctora IA se comportaba como humana, pero actuaba de manera incoherente. A veces decía frases sueltas, sin sentido. En este caso le dijo: —Te va a sangrar mucho el ano, porque eso te inyecté.

    Max empezó a sentirse débil, mareado. Efectivamente, comenzó a sangrar mucho. Tal vez se desmayaría en las próximas horas. Vio a lo lejos a algunos miembros de su familia ejecutando al grupo que él no pudo matar.

    Cayó lentamente y perdió la conciencia. Nadie se inmutó. Nadie lo vio.

    Pasaron días. Max despertó milagrosamente. Casi no quedaba nadie. Vio a un grupo de personas practicando canibalismo. Aún se sentía perdido. No sabía cuántos días habían pasado ni dónde estaban los demás. Pero notó que estaban devorando el cuerpo de alguien de su familia.

    Siguió caminando, viendo señales de supervivencia extrema, hasta que encontró una comunidad reunida en círculo, haciendo un ritual alrededor de un cartel que decía: “Quedan 101 personas.”

    Faltaba eliminar solo a una. Max trató de unirse al grupo, pero nadie le hizo caso. Todos estaban meditando. Propusieron un último reto, rápido y conciso: “Matar al zombi.”

    Max miró a su alrededor buscando al zombi. Todos se rieron. Pensó que era una broma y también se rió, hasta que alguien apareció detrás de él y lo apuñaló con un objeto largo y filoso que lo atravesó por completo.

    Max cayó al suelo. Su visión se volvió borrosa mientras escuchaba murmullos a su alrededor. Sus pupilas se cerraban lentamente. Estaba a punto de morir.

    Pero alguien lo tomó y lo cargó rápidamente. Max despertó un instante y escuchó a la persona que lo salvaba:

    —Vale, como hice antes, solo recibe un buen medicamento de la doctora y te sanarás, como la otra vez... suspiro Por favor, necesito ganar este reto, no te mueras... sus ojos se llenaron de lágrimas sin razón aparente... me vas a dar este viaje, ¿verdad, Max?

    Max reconoció el lugar: estaba otra vez frente a la doctora IA, la ruleta rusa. Pensó que tal vez no era solo la ruleta rusa de la muerte, sino también la de la vida. Sonrió levemente, con ironía. Ni siquiera sintió el pinchazo de la inyección. Solo murió.

    Lo último que escuchó Max fue una oración de la doctora IA defectuosa: —¿Cuánto pesas, Max?
     
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  2. Maramin

    Maramin Moderador Global Miembro del Equipo Moderador Global Corrector/a

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  3. Maramin

    Maramin Moderador Global Miembro del Equipo Moderador Global Corrector/a

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    Una excelente redacción que llega a los límites de la fantasía y dejan al lector medio sonriente.

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