La Maldición

Cuántas veces avisé - con un clamor de mil demonios - que la aldea estaba bajo el influjo malévolo de la luna negra. Sus habitantes estaban ciegos. Sólo sabían contornear sus palabras en un aire gélido de pleno invierno. Y yo, embozado en un abrigo gris ceniza, los convidaba a una reunión nocturna en mi casa de pasillos iluminados por voraces cirios de llameante fuego parpadeante. Pero ellos reían a pleno pulmón. Hasta que se desató la vil tragedia. De los bosques emergieron figuras harapientas que, lo primero que hicieron, fue cohabitar con las mujeres extasiadas de los pueblerinos. De tal unión, que Dios me perdone, nacieron engendros que lo primero que hacían era mordisquear los senos malabares. Para succionar sangre en lugar de leche. Cada vez que bebían, un brillo demoníaco en sus ojos desataba el odio en el interior de mi corazón desolado. En esa misma noche decidí escapar de aquella horrible ensoñación de funesto y acongojador terror clarividente. Pero era tarde. Los padres malévolos de aquellas criaturas habían cercado con sus brazos de plástico los recovecos insomnes que daban a la salida lúgubre de tal maldita villa.