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Ineludible verdad.

Tema en 'Prosa: Filosóficos, existencialistas y/o vitales' comenzado por p03t4sTr0_d3_4l4b4sTr0, 27 de Octubre de 2016. Respuestas: 0 | Visitas: 319

  1. p03t4sTr0_d3_4l4b4sTr0

    p03t4sTr0_d3_4l4b4sTr0 Poeta recién llegado

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    16 de Octubre de 2016
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    Una voz espesa balbucea.

    -Si la voluntad se detiene y grita ¿por qué?, invocando debido a, entonces la voluntad se detiene y hace nada-

    Miras de reojo, hurgando sobre tu hombro izquierdo. El balbuceo te saca de tus pensamientos. Resulta incoherente, pero hondamente simbólico como para ignorarlo. Sí, seguro, puede ser otro de esos locos (¡los tantos que abundan en el metro!) pero… Y es ése “pero” que te hace buscar mirarle. Claro, sin que mire que lo miras. No sea que entienda algo que no debe, no sea que lo tome como una confianza y venga a molestarte. Tu interés no llega más que a saber cómo luce el dueño de esa incoherencia extraña que te atrapa y te arrastra con un filamento de angustia. Quieres apurarte, además. Sabes (seguro es mera inferencia, sin saberlo a ciencia cierta) que no falta tanto para llegar a la siguiente estación. Entonces, el reacomodo de tus pasajeros compañeros pasajeros se tragará al dueño de los balbuceos incoherentes, atrapantes y arrastrantes. Estiras y estiras la mirada, presionando la pupila contra la comisura de los ojos, tragándote el borde del iris entre las cuencas, abriendo grande y grande, girando lentamente la cabeza como al acaso, buscando más allá del tubo acerado de donde se atan media docena de manos que procuran darse un apoyo tangible. La breve distracción de ver las siete y cincuenta en el reloj de muñeca que estrangula el fin del gordo antebrazo de una más gorda mano casi te hace olvidar la frase. Diez para las ocho, tendrás que correr si quieres alcanzar a tiempo el tren de la otra línea en la correspondencia. Pero el revoloteo de la extrañeza balbuceada no te suelta tan fácil. ¿Cuál es la frase? Por un momento pierdes tu objetivo de mirarlo, achicando los ojos y llevándolos hacia tus cejas despeinadas. «Ya» te murmuras, mientras repites quedamente la frase en tu mente. La recuerdas «¿Dónde está el loco?» Regresas al ahínco de buscarlo, de encontrarlo, de mirarle el rostro o al menos las ropas (que ya imaginas raídas y sucias, como corresponde a los locos) Alcanzas a ver todo el panorama, pero no lo que buscas, lo que quieres ver.

    Ves a la mujer joven aplastándose el peinado y las nalgas contra el vidrio de la puerta, defendiendo su integridad moral con una abultada bolsa negra, y así le cueste las arrugas en su barato traje sastre no dejará que la soben, la rocen, la toquen esas extremidades masculinas no necesariamente manos, que bien pueden ser brazos o piernas o caderas buscándole el peso de apretarse contra ella bajo el pretexto del movimiento y la romería. Pero no ves al dueño de la frase.

    Ves la calva brillante, que con ese desnudo color carne y las orejas cartilaginosas pierde la forma y puede dar pie a un puñado de fantasías en las que no quieres extraviarte porque sigues buscando al balbuceante, ése que no encuentras todavía. ¿Qué dijo? ¿Cómo fue? La frase te flota lentamente, cayendo al fondo de tu estómago y tu olvido, como dedo amputado que desciende en un frasco de formol. Estirando más, casi crees estar viendo el borde de su hombro, repentinamente empujado por el vendedor ambulante que se abre paso entre la multitud, cuidando su mercancía (unos chocolates de marca desconocida) como el más valioso tesoro y pregonando monótonamente que son de a dos por diez. Y entonces el otro extremo de tu mirada distingue la inconfundible luz de la siguiente estación corriendo por las ventanas. Con angustia tuerces el cuello, los hombros, pisas a la persona detrás tuyo sin disculparte, ya no te importa qué entienda ese loco, sólo quieres saber, no sabes porqué y la frase se perdió, pero quieres verlo. Café oscuro es el hombro (más bien, el color del saco (¿y si no es saco?) que cubre al hombro), la sacudida que da el vagón al detenerse desenfoca tus ojos, los novios abrazados (ella apoyando la espalda en el pecho de él, él cruzando las manos sobre el vientre de ella) dieron un paso al frente con la sacudida y te tapan lo que alcanzabas a ver, las puertas se abren y van desangrando pasajeros en puñados de quejidos y empujones, siluetas siguiéndose vertiginosamente hacia la salida y, claro, tú no te mueves porque bajas en la siguiente estación, no en ésta. Buscas con mirada derrotada si acaso tu objetivo también se queda contigo. Entre los pasajeros entrantes y los anteriores se va pactando un nuevo acuerdo de acomodo para acompañarse a viajar hasta la siguiente estación. Cuando este pacto queda sellado con la firmeza de las herméticas puertas neumáticas, ya no ves el hombro café. Y la verdad es que ya tampoco recuerdas la frase por la que querías verlo. Queda, eso sí, el filamento de angustia.

    Dedicado a The Unavoidable Truth, escultura orgánica de Damien Hirst.
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