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EL ZAPATERO Y LOS DUENDES: Parte I, otro cuento infantil desvelado como una historia aterradora

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por Botón de Apagado 4233, 28 de Mayo de 2016. Respuestas: 0 | Visitas: 929

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    EL ZAPATERO Y LOS DUENDES ​




    No hace demasiado tiempo, llegó hasta mí un alegre cuento infantil que, por lo visto, los padres de familias humildes relatan a sus chiquillos en la Noche Buena, cerca de alguna lumbre atrevidamente danzante. Por lo que he entendido, es la clase de cuento que dibuja una sonrisa de esperanza y diversión en los niños sin todavía excesivo entendimiento, y provoca empalagoso aburrimiento en los que ya son algo mayores.


    Ese cuento trata, hablando del Rey de Roma, de mí. Nada más, y nada menos, que de un servidor. Resulta que soy un zapatero de la localidad noruega de Havfoll, en el condado de Nordland. Nací en el día 18 de junio de 1815. Curiosamente, y pese a que no tiene nada que ver con todo esto, ese día cayó el imperio Napoleónico. Aunque a día de hoy ya he visto pasar, lentamente, más de media vida, cuando sucedió lo que hoy venía yo a desmentir y a narrar desde un enfoque muy, pero que muy distinto, tenía tansólo 34 años. Desde entonces, mi tragedia (¿Que cuál es ésta? Paciencia, todo a su debido tiempo) se ha hecho más vívida y arraigada ras de los años y múltiples residencias.


    Pues bien, la historia que me dispongo a refutar cuenta cómo, en un momento dado, mi mujer y yo, que como corrección añadiré: soy soltero, muy a mi pesar; no teníamos ni media corona, por lo que yo no podía comprar material de zapatería, como el cuero mismo o el betún, y mucho menos fabricar zapatos y venderlos. Llegados, cierto día de invierno, casi hasta el extremo de la mendicidad, y habiendo caído en un círculo vicioso de inproductividad e insostenibilidad, nos despertamos y descubrimos estantes y estantes repletos de zapatos, fabricados por unos duendecillos buenos y solidarios y, por lo que veo, con un más que consistente sentido de la ética de nuestro país. Entonces, vivimos felices y comimos perdices, etcétera, etcétera, etcétera. Muy bonito.


    Así, me veo capacitado, y seguro de que ya por ahora seré bien comprendido, a contar la verdad, y únicamente la verdad.


    Hacia mediados de agosto del 1849, tenía montada una pequeña zapatería en una casa rural justo a las afueras de Rømskog, un municipio sureño pegado a la frontera con Suecia. En vista de que, con la llegada de una gran textil al pueblo, mi negocio se vio gravemente afectado, tomé un carromato y me dispuse a buscar fortuna en alguna villa que no hubiera padecido aún la llegada de las fábricas, horrendo mal para todo artesano.


    Tras dos días de viaje sin avituallamiento alguno, decidí juntar parte del reducido capital que llevaba conmigo, y alojarme en una posada cercana, famosa, oí en boca de unos viajeros en el camino, por su delicioso cordero curado. Una noche, mientras saboreaba con goloso regocijo una ración de cordero curado y sazonado y un tazón de licor de patata, un extraño ataviado con un manto marrón muy sucio se sentó a mi lado. Como no tenía excesiva prisa y la noche era larga, nos pusimos a charlar y a beber licor sin cesar, hasta que, desafortunadamente, mencioné que fabricaba zapatos, y que andaba buscando un pueblo donde establecer mis servicios.


    Contento de poder ayudarme, o por poco eso quiero creer, saltó con información que, en su momento, me pareció valiosísima. Me contó que a unos tres días en carromato hacia el norte, había una aldea muy pequeña, que él conocía bien (afirmó), llamada Hellsmen, donde por reveses o por gracia del destino, todos los zapateros hacían gran negocio y se enriquecían como burgueses con sus productos, más era sabido que de esta aldea encargaban, periódicamente, toneladas de zapatos inclusive las más grandes industrias. Pese a que ésto último me pareció entonces una desternillante barbaridad, me dije a mí mismo que si se había formulado semejante mito entorno a susodicha aldea, sería porque realmente los zapateros debían de hacer ahí un buen negocio.

    Como no tenía nada que perder, a la mañana siguiente partí rumbo a Hellsmen. Quien me hubiera dicho que, cuando llegara, cuatro días después (uno a cuenta del intrigante caballero del manto), no divisaría más que una fantasmagórica avenida, de no más de doscientas yardas de longitud, derivada en unas pocas callejuelas más desérticas todavía, y un grupo de tres ancianas jugando un tresillo (ni para completar la partida, daban abasto las pobres) sentadas a la fresca.


    No obstante, cuando había ya dado por sentado que fui vilmente engañado por el viajero del manto, caí en la cuenta de un hecho fascinante y, al mismo tiempo, espeluznante. De entre las tristes viviendas que costeaban los rebordes de la avenida rectilínea, prácticamente todas eran zapaterías. De ningún modo eran colosales negocios que pudieran exportar bienes a industria alguna, pero eran zapaterías. Asimismo, no fue la abundancia en pequeñas factorías de calzado lo que, no sólo llamó mi atención, sinó que también me provocó una mezcla de incertidumbre y "repelús". Más bien fue el hecho que todas ellas tenían, vistosa y roja en la puerta, una marca extraña e idéntica: una letra 'Y' con un ojo abierto dibujado justo entre sus dos puntas, y rodeada con un círculo.


    Visto lo visto, me llamaba más la curiosidad que el bolsillo a adentrarme en la triste villa, a lo que bajé de mi carromato y, en primer término, me fui resuelto a recorrer la diminuta bulevar a paso tardo. Las casas, grises y apagadas, e invadidas por finas capas de follaje, estaban compuestas de húmedos tablones verticales de madera, y exhibían puntiagudas bóvedas de tono apizarrado. El camino que las separaba, y perlongábase en la avenida que antes mencioné, estaba cubierto por una estrecha película de cieno grumoso y turquesa, y unas pocas y solitarias briznas de hierba muerta. Los escasos callejones que dividían los costados de algunos hogares no contaban, como es evidente, con cuidado alguno. Los pastos crecían indómitos ras de los bordes, dejando muy delgados pasos de tierra que me atrevo harto dudosamente a calificar como calles. Me parecía barbárico que, si fuere cierto que tanto se enriquecían en Hellsmen con el negocio de la fabricación y venta de zapatos, la apariencia del intrépido lugar fuese tan misérrima. Bueno, pensé, siempre oí decir: quien nace pobre, muere pobre. Quizás esa ley popular pueda aplicársele también a un pueblo.


    En fin, dejando a un lado esta aburrida descripción panorámica, que mas nunca lograría expresar con suficiente exactitud la banal melancolía de la aldea de Hellsmen, voy a reprender mi narración. Decía que emprendí una caminata por el pueblecito, ¿no es cierto? Correcto. El caso es que llamé a la puerta del primer domicilio que vi sin ningún signo dibujado en la puerta, es decir, todavía me inquietaban lo suficiente las pintas desérticas del pueblo y la escalofriante y confusa identificación de las zapaterías como para dirigirme a una o, en muy menor grado, pedir consejo, ¡para montar ahí un negocio de zapatos! Me abrió un anciano calvo y con barba, vestido con un radiante jubón rojo escondido bajo una camisa beige raída y polvorienta. Su casa, cuyos ceñidos fondos se mostraban lúgubres y viejos, era asimismo, la mayor con diferencia a un radio de cuarenta yardas. Dijo, por fortuita coincidencia, ser el alcalde de la localidad. Ragnhild, era su nombre. No mostró mucha simpatía hacia mí, no parecían gustarle los foráneos. Aún así, me dio valiosa información sobre el pueblo desde el vestíbulo-saloncete de su humilde lar.


    Tras abastecerme de datos ordinarios y supérfluos acerca de los alrededores, me vine a contarle también que ejercía la zapatería y que un amable desconocido me había contado, días antes, que hacían ahí un buen negocio con tal profesión. Al principio entabló una expresión de extrañeza y hostilidad. -¿Quieres hacer zapatos por aquí?- con el ceño a medio fruncir, mostrándose fatigado y envejecido. -Por ahora sólo he venido a preguntar- Creo que supo por mis ojos de mi enardecida intriga, muy por encima de mis ya tenues intereses comerciales. No obstante, supo guardarme el secreto, y a continuación me mandó a ver al sabio del pueblo y prócer comercial. Bueno, y al que era también su administrador. Es quizás elemental mencionar que, viendo mi gesto de incertidumbre, reafirmó ante mí los éxitos de Hellsmen en zapatería, y me dio a entender que sí podía ganar muchas coronas si sabía cómo (tras decir esto último, su cara cambió).


    Pese a que no pregunté por el nombre del tal jefe de zapateros o, pensé en su momento, el que fuere aquel docto mercante, no hizo falta, y Ragnhild me dijo directamente dónde vivía él. Su casa se hallaba muy a la deriva de las demás, al noreste del pueblo. Tardé unos diez minutos en llegar a paso presto. Junto a su medianamente aceptable habitáculo, caí en la cuenta de dos elementos que me inquietaron bastante.


    Tras de su descuidado cobertizo, a unas veinte yardas, había un peñasco, del que noté, se desprendía un extraño humo invisible. Esta niebla inconcebible venía de una grieta en la pared de piedra. Nada más mirar la grieta, un poderoso escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Ésta era negra completamente, y provocaba vértigo y claustrofobia absolutas en la mirada más temeraria. Hube de dejar de mirarla, pues sentía, sin poder entender porqué ni tan siquiera darme una explicación lógica a mí mismo para sosegarme, como el pavoroso desconcierto invadía mi cuerpo y calaba mis huesos.


    El otro hecho que me perturbó fue que, en el frente de su puerta, de la puerta del dicho sabio, se hallaba una siniestra hondonada sobre el prado, mas ésta no daba lugar al terror como lo hacía aquella horrible grieta en la pared del risco, pues lo que debía de ser su entrada estaba completamente cubierto por una trampilla redonda que, para sorpresa de mi ya excesivamente exaltada imaginación, mostraba sobre de sí aquel signo extraño e incomprensible que ya vi dibujado en las puertas de las zapaterías. Ya entonces, todo me parecía tan sumamente curioso que no podía volverme atrás. Sentía la necesidad de perdurar en ese pueblo, para bien o para mal. Qué sensación tan extraña de impotencia y enigma me techaba la racionalidad en aquellos instantes.


    Me dirigí indeciso, mas impaciente (menudo contrasentido), hacia la puerta del anciano pueblerino. Golpeé la puerta varias veces. Pasaron minutos, y no hubo respuesta o reacción alguna. Llegados hasta cierto punto, me cansé de aguardar en la puerta, y me di la vuelta con la intención de irme. Al volver la vista hacia atrás, me di un imprevisto sobresalto, pues mis ojos se encontraron de sopetón con los de un hombre muy mayor y muy decrépito, mucho más que el sanamente viejo alcalde. Sus años incontables debían conocer el origen de los tiempos. Tenía una larga cabellera, blanca como un día de invierno, frágil y estropeada como arbustos ajados del viento. Si bien parecían no poder sumarse más indicios de que algo no iba como debiera a los que había presenciado ya desde mi llegada, aquel hombre llevaba, a plena luz del Sol, un candil herrumbroso en la mano. Enseguido eché una ojeada a la insólita trampilla, más no fue para menos: su tapadera había sido desplazada unos centímetros. De este modo, intuí que aquel hombre caduco y semivivo provenía de fuere lo que hubiera bajo el enigmático portillo horizontal.


    -¿Quién eres?, y ¿Qué estás haciendo aquí?- su cara se mostraba sumergida en un revuelto de animadversión y sabiduría inmemorial -Soy un zapatero de Rømskog. Bueno, era, y me dijeron... un hombre me dijo... que aquí había muchos zapateros, y muy prósperos...- me costaba hablar con claridad y precisión, dado que el examen visual que me estaba siendo practicado me desconcentraba -y quería ver... si yo... ¿Cómo podría ver...? Es decir, ¿es cierto que... eso?- con ojos incrédulos. -Hijo, no he entendido nada de lo que has dicho. ¿Porqué no pasas y charlamos?- me sorprendió la ligereza con que me tomó confianza, pues le creí y me relajé. Aún así, hice ademán de ir a preguntar sobre aquel hoyo soterrado en la esplanada, pero creo que se dio cuenta y me dijo por medio un mero gesto con los párpados que no mencionara palabra alguna.


    Ya en su casa, sucedió algo más inhóspito que aquello más inhóspito me pudo haber ocurrido en decenas de centenarios encerrado en la cámara más rara de los tiempos. Aquel anciano me encerró poco a poco en sus palabras, ni siquiera habiendo llegado a declamar su nombre, tan poco a poco, mas tan eficazmente, que ni chistosamente pude advertirlo un solo momento. No recuerdo cómo, tampoco recuerdo porqué o qué diablos paso. Pero, en un arrebato de euforia, promesas extravagantes y exceso de licor de patata, accedí a ocupar una de las viviendas vacías con un negocio de zapatos.

    Ya tras haberme convencido, me habló de un raro encantamiento, de qué demonios de prosperidad... Me dijo, en novísima confidencia, que el motivo por el que me haría muy rico ahí, por el que grandes, grandísimas factorías de calzado pedirían, en penosos revueltos de súplicas, por mi abundante calzado de calidad inconmensurable, era que por las noches los zapatos se hacían solos. Quizás no chillé de pánico al no saber que era absolutamente cierto e ir considerablemente ebrio, más pegué una memorable carcajada y tomé a mi nuevo y exótico amigo del hombro en un gesto cálido de amistad. Supuse que era una manera de decir que sus métodos de producción eran muy eficaces, aunque añadiendo un toque de humor muy inusual. El abuelo no comprendió mi gracejo y, tras sonreir tímidamente, agravó el tono y repitió su anterior enunciado con seriedad irrevocable.


    No obstante, y como ya he dicho, yo estaba en una especie de estado hipnótico, no sé qué se me hizo, pero más que aterrorizarme, me fascinó aquella chocante realidad. Antes de irme, ya fijados mis términos de licencia de venta, etcétera, etcétera, etcétera, el señor arcaico me dio un folio ocre muy desgastado, y me pidió amablemente que firmara. Pobre de mí, y de mi alcoholizada sesera, que nadie, ni yo mismo, se interesó en leerme la letra pequeña. Firmé, estreché la mano de aquel empleador cuyo nombre desconocía todavía, y me largué despojado de inquietudes viperinas.


    «Hay algo más que debes saber, aunque no necesitas saber porqué. Una vez a la semana, en Domingo, despertarás al Sol del alba y encontrarás a los pies de tu camastro decenas, y decenas, y decenas de zapatos de todos los tamaños y de todos los colores y formas. Sin embargo, debo pedirte... ¡No! Debo exigirte una cosa. El Sábado por la noche... Jamás, jamás, jamás, abandones tu reposo, más tampoco hagas ruidos o te destapes de tus sábanas. Y, oigas lo que oigas, veas lo que veas, debes obedecer esas mismas instrucciones. No es cuestión más que de tu vida misma. ¿Lo has entendido?»


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