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El peso de la conciencia

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por ivoralgor, 3 de Julio de 2015. Respuestas: 0 | Visitas: 881

  1. ivoralgor

    ivoralgor Poeta asiduo al portal

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    Ese día desperté sintiendo el peso del mundo en mis hombros. Los ojos distantes de su rostro me perturbaban a diario. Por qué tiene que ser así, preguntó entre sollozos. ¡Porque es la única manera!, le grité iracundo. Acepto que no estaba en mis cabales esa noche. ¡Trucha!, oí que gritaban desde afuera. Enjugué mis ojos y fui hacia la ventana que da a la calle. Era La Gallina, alias Faustino Prieto, mi camarada de jale. Dicho sea de paso, La Gallina, que no hacía honor a su mote, no tenía alma en el cuerpo, veía la vida con ojos depredadores. ¡Cállate, zorra!, le gritaba a la jovencita mientras la golpeaba en el rostro una y otra vez, como queriendo saciar un ímpetu de venganza con alguien o con algo, la vida misma, quizá. Me puse la camisa y abrí la puerta. Qué onda, carnal, escupió estrechando mi mano. Intentó entrar a la casa. Lo paré en seco. Lorna está desnuda, Ese, mejor vamos a otro lado. Bajó la mirada y me dio la espalda resoplando irritado. Le di alcance unos metros adelante. Ya te dije, Gallina, que no metas a Lorna en estas chingaderas. Lo sé, pero tenía ganas de cagar. Empecé a carcajearme. Eres un culero, dijo con ojos ansiosos. Dejó salir una flatulencia estruendosa. Te estás pudriendo, Ese, dije abanicando mi nariz con la mano. Que rico, dijo aliviado.

    Caminamos sin rumbo fijo. Al cabo de un rato le pregunté para qué era bueno. Hay otro negocio igual que la vez pasada, soltó con un aire rabioso. No me jodas, respondí tajante. Sabes que esa vez acepté porque no me quedaba de otra: Lorna estaba hospitalizada desangrándose por el aborto que tuvo. Mira, carnal, dijo manoteando en el aire, sólo necesito que me cubras, yo haré toda la chamba. Deja tus mariconadas para otro día, dijo serio. Mi papá te puede pagar lo que pidas, suplicaba entre sollozos. No creas que vales mucho, mamacita, le dijo La Gallina sarcásticamente y la volvió a golpear en el rostro. No aguanté más. ¡Deja de madrearla!, le grité apuntándole con la pistola. Me miró con ojos demoníacos, parecía poseído. Resopló varias veces y gritó para liberarse de la tensión que llevaba. Salió del cuarto. La jovencita se había desmayado. Sentí un tipo de congoja, casi como si me importara su destino. La acomodé en el colchón sucio y hediondo. Le limpié el rostro con sus propias ropas. Guardé el arma en el cinto del pantalón y salí. Es un buen de billete, retomó la plática con un brillo de avaricia en los ojos. No quiero, pensé. Es la última, dije al cabo. Sí, coño, es la última, rió satisfecho. Llegaron, carnal, se la van a llevar. Entraron dos tipos mal encarados y La Gallina los llevó al cuarto donde estaba la jovencita. La levantaron en vilo y la sacaron. Antes de preguntar por el pago acordado, entró un tipo chaparro con una bolsa negra de plástico. Tiró la bolsa al piso. Su parte, dijo y desapareció. Jamás había visto tanto dinero junto. Me temblaban las manos. La Gallina empezó a brincar. Nos dividimos, en ese momento, a la mitad el pago. Cada uno se fue por su lado. No nos vimos hasta ese día.

    Cuando llegué a la casa, Lorna ya había despertado y servido el desayuno: huevos rancheros con frijoles refritos. A qué vino La Gallina, preguntó inquisitiva. Otra chamba, contesté sin dejar de devorarme el desayuno. Me da mala espina, dijo, lo sabes. No pasará nada, dije para calmarla un poco. Y de qué va el negocio, soltó la bomba. Fingí atragantarme para evitar la respuesta. En la noche haríamos el trabajito. Dinero fácil: vigilar a la jovencita, amagarla cuando saliera de su clase de zumba, dejarla inconsciente, llevarla a la casa y esperar a que la fueran a buscar. El pago sería el doble del primer trabajo.

    Antes de salir de la casa, le prometí a Lorna que le compraría ese televisor de 50 pulgadas que tanto quería y la llevaría a cenar al Burger King y luego veríamos. De la emoción me dio un beso apasionado. La Gallina ya me esperaba en la esquina, ansioso. Trajiste la pistola, le pregunté. Movió la cabeza de arriba hacia abajo como respuesta. Para no levantar sospechas, los contratantes nos dieron un carro de lujo, con placas de otra ciudad. Llegamos a la zona residencia donde la jovencita iba, por las noches, a zumba. La Gallina la había vigilado por más de quince días. Tenía una foto de ella, le dio una última repasada antes de ubicarla. Nos aparcamos a lado del carro de la jovencita. Quince minutos después salió. Enciende el carro, me dijo, yo hago todo. Mientras la jovencita metía la llave para abrir la puerta, la amagó. Si gritas te quiebro aquí mismo, le dijo amenazante. Dejó caer las llaves. Le ordenó que se subiera a nuestro carro. Las lágrimas surcaban por su cara dejando un rastro negro. Antes de cerrar la puerta, La Gallina la golpeó en el estómago sacándole el aire para luego golpearla en el rostro dejándola inconsciente. ¡Vamos, vamos!, dijo agitado.

    Después de treinta minutos llegamos a la casa. Aún estaba inconsciente la jovencita. La cargué como un bulto en mi hombro. Olía a sudor y perfume, creí sentir una pequeña erección. La Gallina estaba más nervioso de lo habitual. Fumaba cigarro tras cigarro. Qué te pasa, Ese, pregunté al fin. Nada, dijo sacando hubo por la boca y la nariz, nada. Quién es la chamaca, me atreví a preguntar. Mejor no te lo digo, contestó nervioso. Las manos le temblaban, cosa rara en él, de temple de acero. Sería una noche larga, como la primera vez. Lo diferencia era que La Gallina estaba sobradamente ansioso. Salió del cuarto. Me cercioré que la jovencita siguiera respirando. Los cabellos rubios le cubrían el rostro. Tenía un cuerpo bien trabajado, fruto de las horas que pasaba haciendo zuma. No pude evitar acariciarle el sexo, que se veía suculento enfundado en la licra que traía puesta. Perdí los cabales. De pronto, me sorprendió el recuerdo de Lorna, el televisor y el Burger King. En eso estaba cuando entró La Gallina. Me reincorporé. Tenía esa misma mirada demoníaca de la vez pasada. Lo siento, carnal, dijo sin remordimiento. ¡Chinga tu madre!, grité abalanzándome hacia él. Escuché dos balazos y un ardor en el pecho. Caí de espaldas antes de llegar a él. Se acercó lentamente hacia mí. Para que veas que no soy tan malo, susurró, te voy a decir quién es la zorrita esa: es la hija del Gobernador. El peso en mis hombros se hacía más liviano a cada segundo. Lorna, alcancé a decir. Se queda en buenas manos, dijo a carcajadas. De soslayo vi que la jovencita sollozaba con las manos en el rostro. ¡Cállate, zorra!, gritó La Gallina y la empezó a golpear una y otra vez.

     
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