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Nazareth (Capitulo tres: Visita al hospital)

Publicado por Robsalz en el blog El blog de Robsalz. Vistas: 7

- ¿Qué? ¿Qué pasó con Gabriel?

- Lo que tenía que pasar – le dije tranquilamente a Cristina – va camino al quirófano.

- ¡Qué terrible! – sacó algunos polvos de maquillaje y comenzó a pasarlos por su rostro – nunca se sabe cuándo te tocará la suerte de un doctor guapo - yo aproveché para hacer lo mismo, no por romance, si no, porque una mujer debe andar siempre hermosa.

- ¡Chicas! – era Angélica - ¿qué diablos están haciendo aquí?

Así comencé a contarle los detalles de aquel día que nos habían llevado a Cristina y a mí a estar en licras en el hospital. Pero aquello no era todo, resulta que a la mamá de Angélica le iban a practicar una ureteroscopia para despedazarle las piedras mediante láser, había un espacio y dado que las piedras estaban avanzadas, el médico procedió de una vez.

- Esto es trágico – comentó Angélica – dos tragedias en medio de nosotras – Cristina y yo asentimos con la cabeza mientras mirábamos al techo.

Entonces las tres encontramos una manera de pasar aquellos ratos tan amargos, Cristina sacó un papel doblado que llevaba en el bolso, yo saqué un lapicero y comenzamos a contar la cantidad de doctores que se ajustaban a nuestros gustos femeninos. Los primeros tres que pasaron frente a nosotras, ni siquiera entraron en la lista de reemplazos. El primero era un anciano que seguramente estaba allí terminando de pagar los estudios de algún nieto, porque hace muchos años que tuvo que cobrar la pensión. El segundo era un caballero de pobre andadura que aparentaba llevar consigo el espíritu de la pereza. El tercero podría haber sido la inspiración para que Carlo Collodi hubiese inventado la historia de Pinocho.

- ¡Gloria a Dios! – y acto seguido arqueó la cabeza. Las dos seguimos la mirada de Cristina y confirmamos sus palabras. Aquel doctor hubiese servido para que las tres nos sintiéramos mujeres – eso es lo que ocupo para terminar de consumar el divorcio, un revolcón con un hombre así.

- Pásamelo cuando termines – añadió Angélica – yo lo puedo ayudar en lo que quiera.

Y en eso, en medio de la puerta, apareció Alejandro, con las manos metidas en los bolsillos, la camisa por fuera del pantalón y una barba mal rasurada. Se acercó donde estábamos no sin antes rodear con la mirada a una de las enfermeras cuya tanga se hacía notar en su trasero.

- Señoras – y buscó silla junto a nosotras. Así se acabó el juego que llevábamos con papel y lapicero. Entonces, Cristina me metió un pellizco en la pierna, frente a nosotras estaba un dios pelirrojo, de unos veintiséis o veintiocho años, preguntando por la mamá de Gabriel, yo me pasé la mano por el cabello, di un salto y me reporté con él.

Todo había salido bien, el ángel, digo, el doctor había sido quien operó a Gabriel y durante las próximas dos semanas yo debía fungir como enfermera, quizás menos tiempo, pero eso era relativo. A Angélica le tocó el mismo empleo, su mamá salió sin mayor problema. Camino a la casa le hice notar a Alejandro la manera estúpida en que las tres lo habíamos agarrado mirándole el trasero a aquella enfermera que con seguridad no pasaba de los veinticinco, una chiquilla para alguien como él. Lo peor, porque había cosas que empeoraban aquello, como si él no tuviera mujer en casa, como si yo, no estuviera en mis mejores años. Todos los hombres no son iguales, eso lo habíamos constatado en el hospital, hay hombres de hombres y existen mujeres que, como yo, debemos observar a nuestros esposos haciendo el ridículo frente a nuestras amigas.
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